por
Mario Salvatierra Saru
Sean ellos sin más preparación
que su instinto de vida
más fuertes al final que el patrón que les paga
y que el salta-taulells que
les desprecia:
que la ciudad les pertenezca un día.
Como les pertenece esta montaña,
este despedazado anfiteatro
de las nostalgias de una burguesía.
Jaime Gil de Biedma1. Introducción.
Al hablar
de “nueva política” no estamos afirmando que todo lo que aquí tratamos sea
“nuevo”, sin antecedentes o, mejor dicho, que inauguramos una política desde el
punto cero. Veremos, por el contrario, que lo nuevo recoge una estela muy vieja
tanto en su aspecto descriptivo como en su esfera propositiva. Lo que la nueva
política tiene de “nueva” es el enfoque que le damos: no como lucha por el
poder y conservación del mismo, sino en cuanto comporta el noble afán de
pretender en grado máximo la armonización social. Hay política porque lo que
predomina es la discordancia entre la justicia y la realidad social. A mayor desequilibrio
mayor será la necesidad de buscar amparo en la política. Como sostenía
Aristóteles, sólo los brutos (animales irracionales) o lo dioses pueden vivir
sin política. El hombre, por el contrario, está impelido a armonizar la racionalidad
con la necesidad, en cuanto que, por naturaleza, es un ser social.
Este
desajuste entre lo que es y lo que debiera ser, medido por el horizonte de
justicia, es lo que motiva al hombre a transformar el orden natural e intentar
cambiar el desorden social. El punto de partida es, por un lado, la experiencia
radical de injusticia: la relación de absoluta asimetría entre los seres
humanos y, por otro, la vivencia de que el mundo circundante no se presta
fácilmente a garantizarnos la supervivencia.
Son las
épocas de crisis, cuyos perfiles subjetivo-psicológicos son “no hay para todos”
y “esto no da más de sí”, las que despiertan las grandes inquietudes políticas.
En ellas lo verdaderamente relevante es plantearnos soluciones que no acarreen
mayores dosis de deshumanización, mitiguen la cuantía de las pérdidas y frenen
la desproporcionada relación entre el número de perdedores y el de ganadores.
Se trata, como vemos, de atenuar los inevitables efectos de las inclemencias
naturales y las arbitrarias contingencias negativas de las relaciones sociales.
No hay nada entre los hombres que no proceda de su historia, nada de lo que le
ocurre al hombre es por generación espontánea y, por ende, tenemos la
estructura social que tenemos porque la hemos construido nosotros. El primer obstáculo
con que nos encontramos para modificar el entramado social somos nosotros
mismos. Así pues, si queremos cambiar la base social del capitalismo, hemos de
sustituir primero el sistema de normas que lo sustenta. Si nosotros mismos
afirmásemos que más allá del capitalismo (economía de mercado) solo hay “caos”,
entonces tendríamos que abandonarnos a la crueldad de sus consecuencias. El
pilar del capitalismo necesariamente es la sustancial relación de dominio de
unos hombres sobre otros. Esta es su esencia y por mucho que se quiera
maquillar o remediar ese vínculo completamente asimétrico que rige el sistema
económico capitalista, no hay manera de restaurar la igualdad entre los hombres.
Por último, sabemos que la igualdad originaria pertenece al terreno del mito y
no pretendemos llegar a ella porque no es viable y tampoco conveniente: entre
los hombres hay una desigualdad natural y otra propiciada por sus propias manos.
Respecto a la primera poco podemos alterar y sí, en cambio, la segunda. Se
trata, por consiguiente, de establecer, dentro de ésta, un canon de desigualdad tolerable.
2. Sistema de normas de la etapa actual del capitalismo: el neoliberalismo.
A partir de
los años ochenta del siglo pasado, el neoliberalismo se vuelve hegemónico, esto
es, extiende su lógica a toda la sociedad. Es la ideología dominante: un
conjunto de creencias que explican la realidad social mediante enunciados descriptivos, describen cómo
son las cosas y cómo se ha llegado a la situación presente, y un cúmulo de enunciados normativos que dictaminan
cómo deberían ser las cosas y cómo se pueden alcanzar. Reseñaremos primero
cuáles son esos enunciados descriptivos
que fundamentan el orden capitalista para luego esbozar su desideratum normativo.
El primero
y principal derecho es el de la libertad
individual, entendida ésta como ausencia de interferencia o de impedimento para
la realización de la acción. La libertad individual llega hasta donde se infringe
la libertad de los otros. Todos los demás derechos individuales se subordinan a
la libertad. No obstante, veremos que cuando se produce una fuerte tensión
entre libertad y seguridad el orden neoliberal (también el liberal) opta por la
preeminencia de la seguridad sobre la libertad. Al final se impone la custodia
de los bienes de los propietarios porque, en realidad, para cualquiera de las
formas del liberalismo se trata de preservar sobre todas las cosas el derecho de propiedad.
Desde el
punto de vista antropológico, según esta ideología, el hombre actúa motivado
por egoísmo, por el interés propio.
Cada uno de nosotros se guía por maximizar su propio beneficio, obtener la
mayor satisfacción posible y evitar el dolor-perjuicio en cualquier
circunstancia dada. Ocurre, sin embargo, que al perseguir nuestro propio
interés se incrementa el bienestar de todos.
Es la competencia entre las personas la que
permite optimizar la riqueza de las naciones y el progreso social. Si no
hubiera competencia, entonces se apoderaría del ánimo de la gente la desidia,
la abulia y no habría modo de alcanzar la prosperidad económica. Gracias a ella
nos autosuperamos y nos esforzamos para conseguir más cosas. El resorte de
nuestra conducta es el de lograr “cada vez más” bienes y el dispositivo del
neoliberalismo consiste en eliminar las barreras que puedan impedir esa carrera
hacia el “cada vez más”.
La desigualdad social es inevitable. La
gente es desigual en inteligencia, en talento, etc. Además de esta desigualdad
natural o de dones, hay una desigualdad entre las personas pero debida a los
méritos propios: los ricos son tales gracias a su esfuerzo, a su capacidad de
asumir riesgos, a su iniciativa personal y a su vocación emprendedora. En
cambio, los pobres no aprovechan las oportunidades que el sistema les ofrece:
estudiar, obtener una cualificación profesional, abrirse camino trabajando. En
vez de disciplinar su conducta, prefieren responsabilizar a los otros de sus
fracasos y que el Estado se ocupe de satisfacer sus necesidades. Hay, por
tanto, una responsabilidad moral del pobre respecto a su propia pobreza. A fin
de cuentas, si el rico es artífice de su riqueza, el pobre es responsable de su
propia condición.
El libre mercado es el mecanismo económico
que mejor se adapta para conseguir nuestros intereses. Y la libre empresa es la institución que nos
brinda la oportunidad de desarrollar nuestras capacidades y nos posibilita obtener
el mayor bienestar para el mayor número de gente. Son la “maximización del
egoísmo” y la “libre competencia” las que garantizan el buen funcionamiento de
la economía y, en consecuencia, nada externo a las propias reglas del mercado
(oferta-demanda) es válido para regularlo y/o controlarlo. Cualquier intento de
regular el mercado desde parámetros ajenos a la propia economía contamina el
sistema, es decir, lo vuelve ineficiente e ineficaz. Por ello, es la gestión privada la que ofrece las
mayores garantías para generar riqueza y la más apta en redistribuir
oportunidades.
Todo lo que
favorece al libre mercado y estimula la creación de riqueza acaba favoreciendo
al conjunto de la sociedad. Por esta razón, el crecimiento económico es la meta final de la racionalidad
económica: más nunca es menos y menos nunca es más.
Hasta aquí
el ámbito descriptivo, según el modelo neoliberal o, si se quiere, el
constructo teórico del homo economicus.
En cuanto a la esfera normativa,
establece lo siguiente:
1. El
Estado debe reducirse a lo mínimo, esto es, tiene que cumplir una función subsidiaria con relación a la empresa
privada: tiene que ocuparse de aquellos terrenos en donde la empresa privada no
obtiene beneficios. Además de garantizar los derechos civiles, el Estado tiene
que encargarse de los servicios sociales. Pero como el gasto público es muy
grande y el peso del Estado insostenible si realmente quiere atender las
demandas de toda la ciudadanía, entonces lo que se debe hacer es reducir su
coste y restringir los derechos sociales: prestar menos servicios y a menos
gente. En consecuencia, como el Estado social protector de los derechos de
todos es inviable, ha de limitar su papel a la beneficencia.
El Estado,
en este estadio del capitalismo financiero, debe culminar su función siendo la
“mano visible” de la lógica del capital: ahora tiene que facilitar la
privatización de lo público, tiene que colaborar con el proceso de reproducción
del capital y someter su ejercicio a la expansión de la desposesión de los bienes comunes. En la actualidad, la tarea del
Estado no es la de asegurar y optimizar el bienestar de la población sino la de
implantarle el recetario que prescribe el mercado global. El papel del
Estado-nación se enmarca en la plena subordinación a los poderes económicos que
lideran el proceso de globalización. El poder del Estado se reserva a las
fuerzas de seguridad para guardar el
orden interno -policía, en sentido general-, efectuar el control de sus
fronteras y mantener la defensa nacional mediante las fuerzas armadas.
2. La inversión y el consumo son los que activan a la economía. Es imposible que en la
actual etapa del capitalismo éste se reproduzca si no hay empresarios y
consumidores. Por ello, el sistema impositivo debe favorecer a ambos. ¿Cómo? Reduciendo
los impuestos directos para que puedan disponer de más dinero en efectivo; de
manera que deben reducirse los impuestos sobre los beneficios empresariales y
los impuestos de la renta de las personas físicas (IRPF). Si hay que
incrementar los ingresos del Estado, entonces por donde hay que cargar es por
la vía de los impuestos indirectos ya que éstos afectan a todos por igual.
3. Al menos
en Europa, la idea de que el Estado-nación podría ser el último recurso contra
los efectos perniciosos del capitalismo ha sucumbido con la reciente crisis
económica: la experiencia griega confirma la incapacidad del Estado para
domeñar al poder económico. Otro tanto ocurre con la vida colectiva, esto es,
en el ámbito laboral asistimos a la descolectivización de la acción colectiva:
la individualización extrema de las políticas de gestión de la fuerza del
trabajo (los asalariados) y la ruptura de la negociación colectiva. Para el
neoliberalismo, todo el mundo debe convertirse en “emprendedor de sí mismo” y
asumir la responsabilidad total del éxito o el fracaso de sus “objetivos”.
Individualizar, flexibilizar y desregular las relaciones laborales son los
sellos que, para el neoliberalismo, certifican el buen camino hacia la
prosperidad de todos.
En definitiva,
para los neoliberales no hay lugar a la contradicción entre mercado y Estado
porque éste debe quedar subsumido en las normas que rigen aquél y el conflicto
entre capital-trabajo se supera expandiendo el modelo liberal de libertad
individual, en el que cada uno de nosotros es enteramente libre para elegir y
escoger el modo de ganarse la vida, es decir, puede vender a quien quiera y en
las condiciones que quiera su fuerza de trabajo sin necesidad de recurrir a
ningún gremio de sindicalistas “ociosos” para que le proteja porque, como bien
señaló Marx, ya no está ligado a la gleba ni es siervo o vasallo de otra
persona. El trabajador, para convertirse en verdaderamente dueño de su persona,
tenía que liberarse de la esclavitud, de la servidumbre de la gleba, de todo vasallaje
y emanciparse de la dominación de los gremios artesanales para, de esta forma, poder
vender “libremente” su fuerza de trabajo.
Si antes de
que el capitalismo industrial diera el salto hacia el financiero el Estado y el
mercado conservaban una esfera propia, ahora, en el imperio del poder
financiero, el Estado tiene por finalidad, como observan Christian Laval y
Pierre Dardot en su obra Común
(Gedisa, Barcelona, 2015), someter la reproducción social en todas sus
componentes -familiar, social, político, salarial, cultural, etc.- a la
reproducción ampliada del capital. Marx llamaba a este estado de cosas la
“subsunción bajo el capital”: ajustar la reproducción de la sociedad a la
reproducción del capital. En términos vulgares este proceso se conoce como la mercantilización de todas las esferas de
la vida y a ella responde la privatización
de la gestión de los servicios sociales, cuando no la privatización misma de lo
público: la energía, las telecomunicaciones, los recursos naturales, etc.
Ahora bien,
para “liberar” a los trabajadores de sus vínculos de dependencia fue preciso
destruir las condiciones de su antigua existencia, fue necesario abolir el
sistema feudal y, sobre todo, poner las condiciones materiales para que se
viesen obligados a vender libremente su única pertenencia: su fuerza de trabajo.
Se les arrebató por la fuerza sus medios de subsistencia. En efecto, fueron
despojados de sus propios medios de producción y lanzados al abismo de la
necesidad.
3. Esos años de sangre y fuego: cercamiento de la tierra y despejamiento de las fincas.
En el libro I, capítulo XXIV, de El Capital, titulado “La llamada
acumulación originaria” (Siglo Veintiuno Editores, 17ª Edición, México, 1998),
Marx se encarga de describir el proceso histórico por el cual el proletario
llega a tal condición, esto es, es privado del uso colectivo de los bienes
comunes y despojado de los medios de su subsistencia, de forma tal que se ve
obligado a recurrir al mercado para conseguir todo lo que necesita. Escuchemos
al filósofo de Tréveris:
«La expoliación de los bienes eclesiásticos,
la enajenación fraudulenta de las tierras fiscales, el robo de la propiedad
comunal, la transformación usurpatoria, practicada con el terrorismo más
despiadado, de la propiedad feudal y clánica en propiedad privada moderna,
fueron otros tantos métodos idílicos
de la acumulación originaria. Esos
métodos conquistaron el campo para la agricultura capitalista, incorporaron el
suelo al capital y crearon para la industria urbana la necesaria oferta de un
proletariado enteramente libre» (págs. 917-8).
El momento
histórico real en los que se acota la “acumulación originaria” sobre la cual se
asienta la “acumulación capitalista” transcurre entre los siglos xiv y xvi,
cuando florece la manufactura lanera flamenca y aumenta el precio de la lana.
Las tierras que entonces se dedicaban a la labranza y que eran cultivadas por
pequeños campesinos fueron violentamente despojadas de sus arrendatarios y
concentradas en muy pocas manos para convertirlas en praderas para la cría de
ovejas. Los nuevos señores feudales destruyeron los cottages de los agricultores (chozas o diminutas cabañas unidas a
una pequeña porción de tierra -0,6 hectáreas aproximadamente-) y expulsaron en
masa a los yeomanry (pequeños
campesinos libres, no sujetos a prestaciones feudales; propietarios del suelo
que cultivaban) de sus propias tierras. Este violento proceso de expropiación,
de desposesión de las tierras propias y de apoderamiento de las tierras
comunales recibe en Inglaterra el nombre de “enclosure of commons” (cercamiento de tierras comunales) y culmina
en las primeras décadas del siglo xix con el gran proceso usurpatorio
denominado “clearing of estates” (despejamiento
de fincas): “barrieron” a los trabajadores del campo de sus fincas. Como botón
de muestra, Marx relata el caso del “despejamiento” llevado a cabo por la duquesa de Sutherland:
«Esa dama, versada en economía política,
apenas advino a la dignidad ducal decidió aplicar una cura económica radical y
transformar en pasturas de ovejas el condado entero, cuyos habitantes ya se
habían visto reducidos a 15.000 debido a procesos anteriores de índole similar.
De 1814 a 1820, esos 15.00 pobladores -aproximadamente 3.000 familias- fueron
sistemáticamente expulsados y desarraigados. Se destruyeron e incendiaron todas
sus aldeas; todos sus campos se transformaron en praderas. Soldados británicos,
a los que se les dio orden de apoyar esa empresa, vinieron a las manos con los
naturales. Una anciana murió quemada entre las llamas de la cabaña que se había
negado a abandonar. De esta suerte, la duquesa se apropió de 794.000 acres de
tierra (321.300 hectáreas aproximadamente) que desde tiempos inmemoriales pertenecían al clan […] Todas las tierras robadas al clan fueron
divididas en 29 grandes fincas arrendadas, dedicadas a la cría de ovejas;
habitaba cada finca una sola familia, en su mayor parte criados ingleses de los
arrendatarios. En 1825 los 15.000 gaélicos habían sido reemplazados ya por
131.000 ovejas» (págs. 913-4).
Sobre estos
hechos los terratenientes, auténticos bandoleros usurpadores de los bienes
ajenos y comunales, decretaron a su favor el derecho de propiedad privada de la tierra, es decir, se otorgaron a
sí mismos el moderno título de propietarios de la tierra. Así pues, en esos años de sangre y fuego se consumó
el gran pillaje de la tierra mediante el empleo de la violencia, cuyo resultado
final fue que unos pocos conquistaron por la fuerza el derecho de propiedad
privada y la gran mayoría fue desposeída de sus medios de producción y de sus
casas viéndose forzada a vender lo único que le quedaba para poder sobrevivir:
su fuerza de trabajo. Como corolario de todo ello se desprende que la violencia
es la que funda el derecho y lo mantiene intacto. Asimismo, fue la violencia la
que permitió sentar las bases del capitalismo y lo conserva vivo. Como bien
apunta Carlos Marx, lo que no comprendió Adam Smith es que el reverso de la
riqueza de las naciones es la pobreza popular y que cara oculta del derecho es
la violencia. Una violencia fundadora
del derecho de propiedad y perpetuadora-conservadora del derecho de propiedad.
Pero la
historia de la infamia no acaba aquí: había que domesticar a esa masa
desposeída a la disciplina del salario y de la jornada laboral. En efecto, los
expulsados por la expropiación violenta de sus tierras no podían ser absorbidos
por la industria manufacturera naciente con la misma rapidez con que eran
puestos en la calle. Por otra parte, acostumbrados como estaban al cultivo de
la tierra no eran capaces de adaptarse tan brevemente a la disciplina de su
nuevo estado. Gran parte de ellos, forzados por las circunstancias, se
transformaron en mendigos, vagabundos, ladrones, etc. Fue entonces cuando el
poder político en coalición permanente con nuevos propietarios de la tierra
-los capitalistas agrarios- promulgó, como afirma Marx, «una legislación sanguinaria contra la vagancia». A esos pordioseros se les criminalizó por ser
vagabundos e indigentes, esto es, la legislación los trataba como “delincuentes voluntarios”. La conclusión
de Marx no puede ser más descarnada:
«De esta suerte, la población rural,
expropiada por la violencia, expulsada de sus tierras y reducida al vagabundaje,
fue obligada a someterse, mediante una legislación terrorista y grotesca y a fuerza de latigazos, hierros candentes
y tormentos, a la disciplina que requería el sistema de trabajo asalariado»
(pág. 922)
Hoy, tras
siglos de vigencia del sistema capitalista, hemos “naturalizado” las exigencias
de ese modo de producción cuando en realidad, como atestiguan los libros de
historia, fue resultado de una coerción brutal sobre los primeros trabajadores
asalariados. El robo de los bienes comunales, como vemos, desempeñó un papel
fundamental en la evolución histórica del capitalismo: esa “gran depredación”
fue la condición material de la explotación. La desposesión del pequeño
campesino de su vínculo con la tierra, el expolio de su medio de producción,
permitió que los empresarios instaurasen unas condiciones laborales rayanas a
la esclavitud. La libertad del capitalista era a todas luces licencia para la
explotación. En el presente, esa licencia es “silenciosa”, “vaporosa” pero,
aunque parezca mentira, existe en cada una de las mercancías que consumimos
alegremente.
La
inclinación del capitalismo a la depredación no es algo que pertenezca a sus
albores sino que es consustancial a su desarrollo, al proceso de acumulación de
capital. Es el corazón del sistema y si bien en su origen, en el paso del
capitalismo agrícola al industrial, el expolio consistió en la apropiación
privada de la tierra común (un bien común natural), en la actual fase del
capitalismo, el financiero, la nueva forma de saqueo consiste en el imparable
proceso de privatización tanto de los bienes públicos (educación, sanidad,
prestaciones sociales, recursos naturales, etc.) como de los bienes comunes
inmateriales (cultura, conocimiento, internet, etc.).
4. La acumulación por desposesión: naturaleza del capitalismo financiero.
Como bien
apuntan Laval y Dardot, existe una analogía entre el cercamiento de las tierras
comunales, la cual posibilitó la “acumulación originaria” que, a su vez, fue la
condición inaugural del capitalismo, y el ininterrumpido proceso de privatizaciones
implantado por el neoliberalismo, resuelto a llevar hasta las últimas
consecuencias el imperativo del poder financiero. Afirman Laval y Dardot:
«La acumulación por desposesión es un
incremento de valor que no se produce mediante los mecanismos endógenos
clásicos de la explotación capitalista, sino mediante el conjunto de los medios
políticos y económicos que le permiten a la clase dominante apoderarse, a ser
posible gratuitamente, de lo que no era propiedad de nadie o de lo que hasta
entonces era propiedad pública o patrimonio cultural y social colectivo. El
gran concepto de acumulación por desposesión […] quiere dar cuenta de las prácticas propiamente neoliberales de
privatización de las empresas públicas, de las administraciones, de los organismos
de seguridad social y las instituciones de salud y educación […] El estadio del capitalismo financiero se
caracteriza precisamente por la necesidad de este nuevo proceso de desposesión
a lo largo del cual aquello que había conseguido escapar a la dominación
capitalista sufre una forma u otra de colonización» (Op.Cit., pág. 148)
No hay
rincón donde el capital no penetre: el capitalismo financiero termina por
culminar el expolio iniciado por el capitalismo en ciernes, esto es, ahora
expande la desposesión mediante la privatización de lo público, consuma su
destino a través de la apropiación privada de los comunes. Ya no hay nada que
escape a su dominio y una vez más ejecuta este pillaje con la estrecha
colaboración del poder político: el Estado se alía con el mercado facilitando
la privatización de los bienes públicos, de los recursos naturales (agua y
suelo) y de los servicios sociales. La nueva apropiación de la riqueza es obra
conjunta del poder político y de la empresa privada. Por ejemplo, la acción
gubernamental “deja caer” el sistema de jubilación no provisionándolo con
recursos suficientes para reemplazarlo por seguros privados. También se
“inhibe” -“deja hacer”- ante la apropiación privada de las producciones
científicas. La respuesta que han dado los Estados a la crisis financiera
provocada por los “hedge funds” y la
gran banca (“demasiado grande para caer”) pone en evidencia que los
Estados-nación se pliegan a los intereses del capital, hasta el extremo de
tolerar una verdadera fractura social en el seno de sus poblaciones. Este
movimiento generalizado de “cercamiento” (enclosure)
está dirigido por las grandes empresas multinacionales y encuentra pleno apoyo
de los gobiernos nacionales sometidos a la lógica del mercado.
Por último,
señalar que esta gigantesca apropiación acarrea fenómenos masivos de exclusión
y desigualdad, contribuye a acelerar el desastre ecológico y medioambiental y
hace de la cultura, el conocimiento y la comunicación un producto comercial
más. La extensión de la mercancía y la privatización van de la mano y, por
ahora, no se encuentran con ningún límite político. La socialdemocracia, tal
como la hemos conocido, es irrecuperable no sólo porque también jugó a favor,
aunque ahora le pese, de esta carrera privatizadora, sino también porque su
marco de acción son las fronteras nacionales mientras que la actividad del
capitalismo financiero es global. La nueva política tiene por objeto frenar la
expansión de la propiedad privada y la mercantilización del mundo de la vida o,
mejor dicho, cercenar la globalización de los comunes. Como mantuvo Proudhon,
el derecho de propiedad privada no es un derecho absoluto e incondicionado. Si
queremos liberarnos de la tiranía de la apropiación, tenemos que abolir la
lógica propietaria en todos los ámbitos de la producción. En el núcleo del
capitalismo figuran: las formas de dominio-explotación porque sin ellas no puede
haber reproducción de la acumulación de capital y las diversas modalidades de cercamiento-desposesión de los comunes.
Aclaremos.
No toda propiedad es un robo y no todo propietario es un expoliador. Esto ya lo
sostuvo Proudhon: ni la propiedad de un artesano ni la de un campesino que
cultiva su tierra es un robo. Lo que el filósofo francés condena es un tipo
específico de propiedad: aquella que permite percibir un beneficio sin trabajo,
la que jurídicamente autoriza la apropiación privada de los frutos del trabajo
de otros. Adueñarse de la “fuerza
colectiva”, nacida del agrupamiento de los trabajadores con la finalidad de
producir algo o hacer algo en común, es lo que verdaderamente constituye el
robo. El capitalista se apropia de la riqueza social producida por la fuerza
colectiva (la puesta en común, simultáneamente, de la fuerza del trabajo por
muchos individuos ejecutando la misma tarea; por ejemplo, la producción de un
barco) sin otra justificación que la de ser propietario de los medios de
producción. Es esta riqueza social la que les arrebata a los asalariados. En su
obra, ¿Qué es la propiedad?, escribe:
«El capitalista, se dice, ha pagado los jornales a sus obreros. Para hablar con exactitud,
había que decir que el capitalista había pagado tantos jornales como obreros ha
empleado diariamente, lo cual no es lo mismo. Porque esa fuerza inmensa que
resulta de la convergencia y de la simultaneidad de los esfuerzos de los
trabajadores no la ha pagado. Doscientos operarios han levantado en unas
cuantas horas el obelisco de Luxor sobre su base. ¿Cabe imaginar que lo hubiera
hecho un solo hombre en doscientos días? Pero según la cuenta del capitalista,
el importe de los salarios hubiese sido el mismo» (Op. Cit., Edición Diario Público, Barcelona, 2010, pág. 124).
Aunque el
capitalista haya pagado todas las fuerzas individuales, no ha pagado la fuerza
colectiva, es decir, se apropia gratuitamente de la fuerza colectiva. Según
Proudhon, el salario es individual mientras que la ganancia proviene del
apoderamiento del fruto de la fuerza colectiva. He aquí, a su juicio, la raíz
de la explotación económica: la alienación de la fuerza colectiva. Dicha fuerza
es lo común y es usurpada por quien goza de un supuesto derecho absoluto de
propiedad sobre los medios de producción.
Una vez más
comprobamos que el origen de la injusticia se localiza en torno a lo común: la
apropiación privada de lo que es común. La explotación no es sino la
apropiación privada de la plusvalía común. El paso del capitalismo industrial
al financiero consiste en que la acumulación se separa del proceso de
producción para desplazarse al cercamiento del conocimiento, es decir, del
trabajo intelectual o inmaterial creador de valor. Al dar este salto, el
capital se afianza como un poder rentista desligado del sistema productivo o,
lo que es lo mismo, de la economía real. Y como plantean Laval y Dardot,
siguiendo los estudios de Carlo Vercellone, «si la renta es aquello que recibe un propietario tras la expropiación
de lo común, entonces tendremos derecho a establecer un “vínculo que engloba en
una lógica única las primeras enclosures
que afectaron a la tierra y las new enclosures que afectan al saber y lo viviente”» (Op. Cit., pág. 230). En consecuencia, tendremos que realizar un
examen de lo común para ver de dónde propiamente emana el mal social.
5. Analítica de lo común.
Es
corriente asociar lo común con lo público y, sin embargo, no son lo mismo. Lo
común es aquello que está “abierto a todos”, aquello que se “ofrece a todos”.
Lo contrario de lo común no es lo privado puesto que, como veremos, algo puede
ser privado pero de uso en común. Propiamente hablando lo común es lo contrario
de lo propio: aquello que pertenece de manera exclusiva a una persona. Lo
propio es singular mientras que lo común es plural. Lo que realmente se opone a
lo público es lo privado pero tampoco hemos de confundir lo público con lo estatal.
El término “público” puede usarse en dos sentidos: por un lado, como lo que
concierne al Estado, sus instituciones y funciones (por ejemplo, los “bienes
públicos”, el “tesoro público”, el “déficit público”, etc.) y, por otro,
aquello que incluso siendo privado corresponde al dominio público: la “opinión
pública” no es la opinión del Estado ni tampoco la opinión del medio privado
que transmite o hace pública dicha opinión. Todo lo que pertenece al Estado es
público pero no necesariamente lo público está vinculado al Estado. Una lectura
o una asamblea “pública” se refiere a mucha gente, a una actividad no
restringida o limitada a unos pocos; por principio, es accesible a todos.
Ahora bien,
lo común tampoco se reduce a un bien o bienes de utilidad porque no es un
objeto independiente de la actividad humana, de la praxis. Lo común político no
es un bien, no es un objeto de propiedad ni pública ni privada, sino que es
resultado de la actividad deliberativa que funda la comunidad. Es la praxis la
que hace que determinadas cosas se puedan volver comunes. Así, por ejemplo,
afirmaba Aristóteles que el logos, el
pensamiento, es lo común al hombre y precisamente porque el hombre tiene
“palabra”, y no solo “voz” como los animales, es por lo que puede hacer política.
La política es resultado de la praxis común, es una puesta en común en la esfera
pública (la ekklesia: la asamblea del
pueblo) con el objetivo de alcanzar un bien que beneficie a todos (el bien común). Lo común político está
encaminado a aquello que “beneficia a todos” y, por tanto, se dirige a lo que
en principio se acuerda como “justo”. Lo justo es el objeto de lo político.
De manera
que lo común es el principio político a partir del cual debemos construir
“comunes” (la “democracia”, las “leyes” en tanto expresión de la voluntad general,
las “constituciones”, los bienes materiales e inmateriales, etc.) y
preservarlos como tales, esto es, hacer que sobrevivan. Cuando la democracia se
somete al interés del poder económico privado corrompe su cometido porque aliena
lo que en ella hay de abierto a todos en unas pocas manos. La crisis actual de
la democracia se debe al dominio directo del poder financiero sobre los
instrumentos de toma de decisión política. La apropiación de la democracia por
el poder económico ha sido la última maniobra hecha por el capitalismo con la
finalidad de expandir su proceso de acumulación.
Hemos visto
que lo común, en primer término, se nos presenta como un hacer colectivo de los
hombres: resultante de una puesta en práctica común de una multitud, que en el
plano político se traduce a un proceso instituyente de lo común. Todo lo
relativo a las normas de convivencia, la legislación, responde a este proceso.
Asimismo, también lo común designa los recursos materiales comunes: el agua, el
aire, la tierra, los frutos de la tierra y los dones que nos ofrece la
naturaleza, por ejemplo, el subsuelo marino, el paisaje, las cascadas, etc. Hay
quienes proponen incluir dentro de estos bienes el genoma humano. También lo
común hace referencia a los bienes que son necesarios para la interacción social
y son producidos gracias a ella como, por ejemplo, el lenguaje, los códigos, el
conocimiento científico, la música, etc. Aquí lo común es condición y resultado
de la actividad humana en sociedad. El lenguaje de internet, en cuanto
resultado del trabajo inmaterial, pertenecería a la esfera de lo común. Y, como
dijimos, la fuerza colectiva que se desarrolla en el ámbito del trabajo también
pertenece a lo común ya que no consiste únicamente en la suma de fuerzas
individuales ni en el simple agrupamiento de éstas sino en la “convergencia
simultánea” en una misma tarea prefijada de antemano.
Dicho al
modo teológico el pecado original
radica en la apropiación privada y exclusiva de lo que es común, adquiera éste
cualquiera de las formas antes señaladas. Notemos que estamos hablando de
propiedad privada “exclusiva”, es decir, segregadora y excluyente al usufructo
o beneficio de otro u otros. Es oportuno en este punto aludir a la distinción
que realizan Laval y Dardot sobre los tipos de bienes. En sentido general,
afirman, podemos diferenciar el bien
común del bien público o colectivo,
el cual se opone al bien privado o privativo. Este último está producido
por empresas privadas y destinados a los mercados en los que rige la
competencia. Pero también existen unos bienes que, por sus características
específicas, están destinados a ser producidos o bien por el Estado o bien por
organismos sociales (asociaciones, sindicatos, iglesias, etc.). Es decir, los
bienes públicos no son producidos por el mercado porque la satisfacción a las
necesidades que responden no es compatible con el pago individual voluntario de
esta clase de bien. Por consiguiente, tenemos:
a) El bien común o lo común que no es propiamente un objeto útil o utilizable
concreto, sino aquello que “beneficia a todos” y está “abierto a todos”. Ese
bien común es el correlato objetivo del interés
general o voluntad general.
b) El bien público o colectivo destinado no al mercado sino a cumplir una función
social. Este tipo de bien no requiere que sea necesariamente producido por el
Estado ni apropiado por el mismo, sino que perfectamente puede estar creado por
asociaciones no gubernamentales y pertenecer al colectivo.
c) El bien privado o privativo es aquel que tiene por objeto la consecución del
beneficio.
Ahora bien,
quizá lo más notable de la división de los bienes que hacen Laval y Dardot es
la diferenciación entre el carácter “exclusivo”
y “rival” de los mismos. Un bien es exclusivo cuando el que lo posee o lo
produce puede, en virtud del derecho de propiedad que tiene sobre él, impedir
su acceso a toda persona que rechace comprarlo al precio por él exigido. Un
bien es rival cuando su compra o uso
por parte de un individuo disminuye la cantidad del bien disponible para el
consumo de otras personas. Hecha estas precisiones, nos encontramos con que los bienes privados son exclusivos y rivales
y los bienes públicos puros son no
exclusivos y no rivales. Los bienes públicos o son subvencionados o son
producidos directamente por el Estado porque, en la búsqueda del beneficio,
nadie tiene un interés espontáneo en ponerlos a circular en el mercado.
Junto a los
bienes puramente privados (que son exclusivos y rivales) y los bienes puramente
públicos (que son no exclusivos y no rivales), hay una tercera clase de bienes:
los bienes híbridos o mixtos. Éstos pueden, a su vez, ser de
dos tipos: los llamados “bienes de club”
que son al mismo tiempo exclusivos y no rivales como las autopistas, en las
que se puede establecer un peaje pero cuyo consumo no disminuye el de otros; y
también hay los denominados “bienes
comunes” que son no exclusivos
pero sí rivales, como el caso de las
zonas de pesca o de pastoreo, son bienes cuyo acceso difícilmente se pueda
prohibir o restringir, salvo que se establezcan reglas de uso, y sí, en cambio,
su consumo disminuye el de otros. Tenemos, en consecuencia, las siguientes
categorías de bienes:
1. Bien común o comunes: la política, la democracia, la legislación, lo justo, el
conocimiento, las instituciones entendidas como entidades formadas por un
conjunto de ciudadanos organizados conforme a reglas instauradas por los
propios participantes-usuarios, etc.
2. Bienes puramente privados: exclusivos y rivales.
3. Bienes puramente públicos: no exclusivos y no rivales.
4. Bienes híbridos o mixtos:
a)
Bienes de club: exclusivos y no rivales.
b)
Bienes comunes: no exclusivos y rivales.
Y dentro de
estas clases de bienes se encuentran los materiales
(agua, tierra, recursos naturales, etc.) y los inmateriales (lenguaje, cultura, conocimiento, etc.), como también
los naturales y los no naturales o producidos por el hombre.
La cuestión
que se plantea ahora es qué relación guardan estas distintas modalidades de lo
común con el derecho de propiedad. Lo que parece claro es que hay una absoluta
incompatibilidad entre la propiedad exclusiva y rival y los comunes.
6. El derecho de propiedad y la institución de lo común.
El derecho
de propiedad es el más absoluto de los derechos sobre las cosas (plena in re potestas), ya que implica
que su titular posee los siguientes derechos:
1. El
derecho de uso (usus).
2. El
derecho sobre los frutos (fructus).
3. El
derecho de goce (los beneficios de una propiedad).
4. El
derecho a abusar (abusus) o disponer
de la cosa como quiera, ya sea destruyéndola o transformando su sustancia como
vendiéndola o donándola.
Es esta
facultad de disponer de la cosa como quiera la nota esencial del derecho de
propiedad. Y es precisamente este rasgo de posesión absoluta y excluyente el
que hace que la propiedad privada sea completamente contraria a la institución
de lo común. La propiedad privada tiene por naturaleza un carácter privativo,
esto es, el propietario puede impedir el uso de ese bien a otro u otros; tiene,
si quiere, la potestad de destruirlo antes de que otros lo puedan utilizar.
¿Cuál es la
suma pretensión del neoliberalismo? Convertir los distintos bienes comunes en
bienes exclusivos y rivales, es decir, consumar la privatización de los
comunes, sean éstos materiales o inmateriales, naturales o producidos por el
hombre. De modo tal que el único derecho absoluto sobre las cosas sería el
derecho de propiedad, privándole a los bienes la posibilidad del derecho de uso
común. Y como corolario de todo ello nos encontramos con que la libertad, la
igualdad, la seguridad y todos los otros derechos quedarían supeditados al
supremo derecho de propiedad.
Frente a
ello, Lavan y Dardot proponen que la nueva política se funde en un poder
instituyente de lo común: si lo común ha de ser instituido, sólo podrá serlo
como inapropiable, en ningún caso
como objeto de derecho de propiedad. Si un nuevo mundo es posible, lo será
sobre la base de un derecho que esté destinado devolverle a la sociedad aquello
que le ha sido arrebatado: los bienes comunes. El derecho fundante no será
individual ni privativo sino social e inclusivo: un derecho común creado por la
sociedad y para la sociedad. Ese derecho común o social no puede estar sometido
ni subordinado al Estado ni al derecho privado de propiedad. En definitiva, se
trata de retomar el derecho de uso
para dirigirlo contra la propiedad, ya sea ésta estatal o privada. Ese derecho
de uso tendrá la potencialidad de imponer, a través de la norma social de
inapropiabilidad, límites a la propiedad privada y a la pretensión de
cercamiento de los nuevos comunes, como son los lenguajes de internet, la
ciencia, etc.
Tal como
destacan Laval y Dardot, hay un sistema denominado “copyleft” -contrario al “copyright”-
que protege a la comunidad de uso y de protección, y delimita un régimen
jurídico de la propiedad intelectual común. En suma, el copyleft invierte la lógica del copyright:
no es un modo de restringir el uso de un programa como hace el copyright sino una forma de hacerlo
“libre” y “abierto”, esto es, no apropiable, para que se beneficie toda la
comunidad. Así, el copyleft excluye
toda exclusión y, por otra parte, no es una negación radical de la propiedad
sino que es un uso paradójico del derecho del creador sobre su producto, libre
de usarlo a su manera, hasta el punto de elegir su modo de distribución. El
programa de explotación GNU/LINUX es resultado de este tipo de iniciativa.
Una nueva
política fundada en el derecho de lo común no puede limitarse al ámbito local o
nacional pues lo común es global ni tampoco puede referirse a un conjunto de
sujetos porque lo común afecta a todos, es universal. Al instaurar la política
de lo común estamos jugando en el mismo terreno de la globalización económica,
ya que los comunes están más allá de las fronteras nacionales y conciernen a
todos los hombres por igual como ocurre con la mundialización de la economía y
la imposición de sus reglas y su disciplina. En suma, se trataría de instituir
el principio de lo común en el plano del derecho, del poder, de la economía, de
la cultura, de la educación, de la protección social, etc.
7. Breve catálogo de las señas de identidad de una nueva izquierda.
Una vez
descritos los nuevos desafíos de la política ante el intento de colonización
del capitalismo de los nuevos comunes con el fin de incrementar la acumulación
de capital, es hora de esbozar cómo
debería ser la sociedad a la que aspiramos emancipar de este prolongado
desarrollo de expolio, dominación y explotación, y exponer cuál es el camino o cómo
puede alcanzarse esa nueva sociedad, que desde luego nunca será el paraíso
en la tierra. Hay que hacer creíble que
otro mundo es posible no sólo en la imaginación sino fundamentalmente en la
realidad.
Una premisa
fundamental con la que partimos es que el derecho de propiedad privada ha de
estar subordinado a los valores sociales: valores como la democracia, la
igualdad, la libertad, la justicia, el conocimiento -que no sólo son
individuales sino también colectivos- no deben someterse ni supeditarse al
interés puramente privado, sea de uno o de unos pocos, ni tampoco quedar
atrapados o monopolizados por la soberanía del Estado. Segunda idea básica:
desligar la economía del paradigma neoliberal (anteriormente descrito) y hacer
que lo común sea lo que prevalezca en la esfera económica, es decir, refundar
la democracia económica y establecer la preeminencia del derecho de uso sobre
el de propiedad. Tercer desafío irrenunciable: como ni desde el Estado-nación
ni desde lo regional podemos responder adecuadamente a los desmanes producidos
por la globalización económica y los abusos del poder financiero, es
imprescindible estatuir comunes mundiales como, por ejemplo, establecer un
programa de aplicación real y desarrollo de los derechos humanos universales,
que especifique el objetivo de los mismos, los plazos de ejecución y los
recursos económicos necesarios para su implantación. Estos derechos humanos
están íntimamente ligados al principio de libertad (derechos civiles y
políticos), al principio de igualdad (derechos económicos, sociales y
culturales) y al principio de solidaridad y fraternidad (derecho a la libre
circulación, derecho de migración, derecho de asilo, derecho de habeas corpus,
etc.). E igualmente es insoslayable reparar los daños ecológicos y
medioambientales que el modelo de desarrollo desbocado ha producido en nuestro
planeta. Se trata, como sabemos, de poner freno a un arquetipo de crecimiento
que engañosamente supone que los recursos naturales son infinitos e ilimitados.
Necesitamos con urgencia un programa mundial que preserve los recursos
naturales y aborde con realismo la política energética. Y, por último, será
inexorable crear instituciones federales a escala internacional y nacional con
el objetivo de federalizar los comunes.
8. Algunas propuestas políticas básicas.
1. La institución de una política común.
Tal como
proponen Laval y Dardot, se trata de introducir en todas partes la forma
institucional de autogobierno: en todos los campos de la vida humana. Es volver
al sentido antiguo de la democracia: la participativa, la que no deja a nadie
fuera de la toma de decisiones, la que permite el despliegue más libre posible
de actuar en común. El autogobierno concierne a todas las esferas sociales no
sólo a las actividades políticas (el parlamento y otras instituciones gubernativas),
también se dirige a la actividad económica. La política de lo común es
transversal, afecta a todos los ámbitos donde los seres humanos actúan juntos y
deben tener la posibilidad de participar en la elaboración de las reglas que le
afectan, en el gobierno de las instituciones donde actúan, viven y trabajan.
Asimismo,
el autogobierno tiene que penetrar en el centro de la empresa privada porque es
en ella donde se lleva a cabo la sumisión del trabajo por el capital. Y, como
afirman los autores mencionados, es evidente que todo proceso de transformación
de la empresa topa con la cuestión fundamental de la propiedad. No puede haber
institución de lo común en el conjunto de la sociedad sin que el derecho de
propiedad -dominio absoluto del
propietario sobre la tierra, el capital o la patente- sea sometido al derecho de uso de lo común, lo que
implica que la propiedad pierda el carácter absoluto.
La política
de lo común tiene por finalidad una reorganización de la sociedad que haga del
derecho de uso el eje jurídico de la transformación social y política,
sustituyendo a la propiedad exclusiva y rival. Es viejo el aserto del
socialismo que dice que la democracia no debe detenerse en la puerta de la
empresa. Así como en democracia ha de imperar el principio de “ninguna
resolución sin participar en la deliberación”, en la actividad económica y/o en
cualquier otra actividad tiene que prevalecer el principio: «ninguna ejecución de decisiones sin
participación en el proceso de toma de decisión». Este principio no es otro
que el de la coobligación fundada en
la codecisión y la actividad común, esto es, lo común en sí
mismo como principio político.
2. Fortalecer el imperio del derecho de uso frente a la propiedad exclusiva y rival.
Todo poder
absoluto implica una relación excluyente y de dominación y el poder de dominio
implica, a su vez, una relación de sometimiento. Como es obvio, la política de
lo común rechaza esta articulación de lo social. La esfera de lo social -la
producción y los intercambios- está organizada a partir del régimen jurídico de
la propiedad privada. El derecho de uso designa la facultad de beneficiarse de
la utilidad de una cosa y, al contrario que el derecho de propiedad, excluye la
facultad de disponer como se quiera de la cosa a la que se refiere. El usuario
del bien dispone del goce, con la responsabilidad de conservar la sustancia de
ese bien. El usuario de algo común no puede ser propietario, pues dijimos que
lo común es por esencia inapropiable.
El usuario de un bien común está ligado a otros usuarios de este mismo bien común
mediante la coproducción de las reglas que determinan su uso común. Este
vínculo que procede de la coobligación prevalece entre todos aquellos que hacen
uso simultáneamente de eso que es inapropiable.
El derecho de uso carece de efectividad si es separado del derecho de coproducir
las reglas de uso común. En efecto, esto es lo que lo distingue del “libre
acceso” a un bien: la utilización libre y gratuita, por ejemplo, de un programa
informático no supone que el titular de ese programa informático renuncie a sus
derechos patrimoniales, es decir, se trata de un bien cuyo propietario autoriza
un uso más amplio, pero en ningún caso de un común.
Laval y
Dardot sostienen que lo decisivo es que «el
uso común esté ligado a la codecisión relativa a las reglas y a la coobligación
resultante». Y añaden: «A falta de
ese vínculo, no se puede considerar el uso como verdaderamente común. El
gobierno de un común impone un doble deber: de no atentar contra el derecho de
otros usuarios y el de conservar la cosa colectivamente gestionada. Esto procede
de la coobligación que une a los gobernantes de un mismo común» (Op. Cit., págs. 541-2)
3. Lo común como principio de emancipación.
Llevan
razón Laval y Dardot cuando observan que la relación de fuerza en el mundo del
trabajo es tan desfavorable a los asalariados que la desindicalización ha
ganado cuerpo en las empresas privadas y, como es lógico, la precarización ha
tocado el corazón de la clase trabajadora. El capital parece haber sometido a
los trabajadores hasta tal extremo de que ya no parece posible ningún combate
en el terreno del capital.
La cuestión
que se plantean es cómo los asalariados podrían encontrar la fuerza suficiente
para recuperar una autonomía de representación y un poder de lucha a falta de
organizaciones sindicales poderosas. Únicamente será mediante la acción
colectiva (la acción común) y el trabajo crítico como podría surgir una nueva
conciencia colectiva. A pesar de su debilitamiento en afiliación, las
organizaciones sindicales deberían desempeñar un papel fundamental pero no como
“sindicatos de servicios” sino como sindicatos que disputan a la patronal la
hegemonía ideológica y su monopolización del poder respecto a la forma de
trabajo y la finalidad de la producción. Lo que le da al sindicalismo su
verdadera significación es oponerse con contundencia a la lógica de la
acumulación y a las formas de dominación que dicha lógica impone a su
actividad.
No puede
ser que el trabajador tenga que dejar por completo sus valores morales, su
sentido de la justicia, su relación con lo colectivo, su pertenencia social, en
la puerta del trabajo. De ello es sumamente consciente el capitalismo hasta el
punto de haber llevado la individualización de la relación laboral hasta la
ruptura de los convenios colectivos. Rompiendo la negociación colectiva el
capitalismo logra inocular en el seno de los asalariados la rivalidad y la
competencia y, al mismo tiempo, pretenden movilizarlos por un «pseudo-patriotismo de empresa».
Sin
embargo, todo trabajo supone un “colectivo”:
se trabaja siempre con otros. Pero por “colectivo” hay que entender algo que va
mucho más allá de una agrupación o suma de individuos en un mismo lugar; hay
que comprender lo “instituido” en el trabajo: en él se establecen vínculos de
camaradería, modos de coordinación y cooperación y, sobre todo, reglas tácitas
de ayuda mutua y connivencia entre los asalariados. Cornelius Castoriadis
afirmaba que la empresa capitalista siempre se enfrenta a una contradicción
fundamental: por una parte, la empresa solicita la movilización y participación
de los asalariados (es cuando les dicen “somos una gran familia”) y, por otra, los
reducen a meros ejecutores que obedecen una lógica que permanece ajena al
cumplimiento de su actividad. Por esta razón sostenía Castoriadis que la acción
política en el campo del trabajo tiene que pasar de una cooperación forzada a
una actividad autoorganizada y autodeterminada. (La experiencia del movimiento obrero, Tusquets Editores, Barcelona,
1979, 2 volúmenes).
Los
trabajadores, los asalariados, tienen que despertar de la “anestesia” actual y
darse cuenta de que la lucha contra el trabajo alienado y explotado sigue siendo
el objetivo de su liberación en el
trabajo. Pues la jerarquía reinante en el ámbito del trabajo no tiene nada que
envidiar a las estructuras burocráticas del ejército o de la Iglesia: para
hablar con el “jefe” hay que pedir permiso y articular “gestos” propios de la
dependencia. Esta subordinación no sólo tiene efectos en el propio trabajo, en
la “motivación” del trabajador, sino también en la vida social en su conjunto:
el trabajador busca compensar la frustración que le produce la sumisión laboral
en el consumo. Y como crece la precarización laboral y el salario de pobreza
germinan como hongos los comercios “low
cost”.
Lo común es
una de las vías para contrarrestar los efectos de la dominación jerárquica en
el trabajo. Volver a situar en el centro de la lucha sindical la cuestión de la
organización del trabajo es la única respuesta que se puede aportar a las
estrategias políticas del “management”
neoliberal. Es obligado que los trabajadores-asalariados participen en la
elaboración de las reglas del trabajo y en las decisiones que afectan a la
empresa y a ellos. Instituir lo común en el corazón de la empresa para liberar
la dominación del propietario (o propietarios) del capital convierte al centro
de trabajo en una institución democrática. Y también es la condición para que
los asalariados reorganicen el trabajo sobre bases auténticamente cooperativas.
Liberar al
trabajo del poder absoluto del capital únicamente es posible si la empresa se
convierte en una institución de la sociedad democrática y no siga siendo un
islote de la autocracia patronal y/o accionarial. La tarea es: «hacer que la república entre en la empresa».
Esta idea es vieja: la invocaban republicanos y socialistas con el fin de
liberar a los trabajadores del yugo del capitalismo. ¿No sigue estando vigente?
Sigue siendo preciso extender la democracia en el marco de la empresa: no habrá
ciudadanía económica si no es viable llevar la democracia a la vida económica.
Ver en este punto el reciente trabajo de Jean-Louis Laville, Asociarse para el bien común, Icaria,
Madrid, 2015.
Laval y
Dardot recurren a una aseveración de Marc Sanguier: «No se puede tener una república en la sociedad mientras tengamos una
monarquía en la empresa» (M. Sanguier, Discours,
Tomo 2, Bloud, París, 1910, pág. 71). El trabajador no solamente debe tener
derecho al voto en las elecciones sino también debe poder participar en la
dirección de la empresa en la que trabaja. Y, como decía J. Jaurès, los
economistas deben dejar de ser «celadores
de la monarquía». El capitalismo, en este punto, ha permanecido inflexible:
la dominación es el núcleo del sistema y toda democracia en la empresa es
inaceptable para dicha institución puesto que la considera su propiedad
exclusiva. La soberanía absoluta del propietario continua siendo el principio
dominante del contrato de trabajo, cuya ejecución sigue estando enteramente
bajo su mando. Sin duda alguna, el derecho al trabajo ha progresado, se han
promulgado “estatutos de los trabajadores”, pero lo esencial de la dominación
del capital ha permanecido inalterable: el vínculo de subordinación del
asalariado que lo vincula a la empresa permite privarlo de sus derechos
mientras se encuentra bajo el imperio del propietario. El trabajador llamado
“libre” pierde en gran parte su libertad cuando entra en la empresa, pues queda
sometido a la autoridad soberana: el propietario del capital. Y éste cree que
tiene “pleno derecho” por la sencilla razón de que ha comprado su fuerza de
trabajo.
Constituir
un modo muy distinto de relaciones en esta institución empresarial es una
cuestión decisiva para contrarrestar la hegemonía de la forma capitalista de
dominación y de actividad social. A esta cuestión responden la empresa común,
la economía social, la economía solidaria y la economía verde.
4. Nuevo paradigma económico: economía social, solidaria y verde.
Junto al
modelo económico capitalista se trata de constituir la economía social: es la
economía que pone en el centro de la empresa a la democracia y a la
solidaridad. La economía social se caracteriza por el rechazo a someterse a la
ley del beneficio y de la pura competencia. La economía social apunta a situar
a la democracia en la economía y a desarrollar un vínculo social que ponga a la
igualdad y a la solidaridad en el vértice de las relaciones económicas. La
economía social vendría a probar que la materia económica no se reduce a la
dualidad mercado-Estado, sino que es posible y viable, como afirma Jean-Louis
Laville, alinearla en el asociacionismo que no persigue el afán de lucro sino
el bienestar social.
No
obstante, digamos que la economía social tiene que dar un salto sobre el
cooperativismo clásico, ya que éste lamentablemente se ha visto obligado a
disciplinarse a las reglas del mercado. Al padecer la competencia del sistema
capitalista, terminó por adaptarse a los comportamientos utilitaristas de los
consumidores que buscan el mejor precio. Lejos de favorecer “otra economía”,
terminó por aceptar la carrera de los bajos precios y asumir, de este modo, las
reglas del mercado puro y duro.
Como prevén
Laval y Dardot, en la necesidad de hacer frente a la crisis fiscal del Estado
de bienestar y a la competencia de países con salarios más bajos (dumping social), existe el riesgo de
constituir la economía social como un «gueto
de trabajadores pobres» que llevan a cabo actividades poco cualificadas,
mal pagadas y de baja productividad. Para esquivar este peligro es necesario
que la economía social se funde en la institución democrática del actuar común
y en la producción de lo común como finalidad a la que se dirige la acción. Es
fundamental luchar contra los objetivos exclusivamente financieros o contra las
prácticas no democráticas en el seno de la empresa, es decir, tiene que imperar
la lógica de lo común en su conjunto.
La salida
del capitalismo sería entonces sinónimo de creación de la economía social que
tenga en cuenta las aportaciones de la sociedad civil. Así quedaría plasmado
que la búsqueda del beneficio no es la única motivación de la economía, que el
hombre no es únicamente calculador, egoísta y maximizador de su propio interés
y, sobre todo, quedaría demostrado que la democracia y la eficacia económica no
son incompatibles. En definitiva, podría mostrarse que la cooperación y la
solidaridad son mejores socialmente que la hipercompetitividad.
El planeta
Tierra no da para todo: nada en él es ilimitado. No tiene el más mínimo sentido
jugar con presupuestos económicos que suponen que los recursos naturales son
infinitos y que la Tierra no sufre trastornos climáticos con esta carrera
desaforada para obtener beneficios. Es urgente que junto a la economía social
pongamos a la economía verde en el centro de nuestro programa político, esto
es, una economía sostenible con el ecosistema natural y que nos permita
armonizar desarrollo con bienestar para todos. Ni el medioambiente, ni la
alimentación, ni la biodiversidad deben quedar sometidas a las garras de los
grandes oligopolios económicos multinacionales porque no sólo alteran el orden
natural sino porque, fundamentalmente, instauran nuevos métodos de
“cercamientos” (patentes) que dejan a los pies de los caballos a millones de
agricultores.
Conviene no
perder de vista que lo común ha sido pervertido por el Estado: con el monopolio
burocrático de los bienes comunes. De manera que el primer deber que tenemos
por delante es devolver a la sociedad lo que le pertenece, lo que le
corresponde, a saber, el control democrático de las instituciones de reciprocidad
y de solidaridad. Si bien el Estado ha atenuado los efectos perversos de la
propiedad de los medios de producción, ha asegurado el derecho absoluto de
propiedad mediante la pacificación de las relaciones sociales. De este modo, el
Estado social ha sido la respuesta al peligro de la revolución obrera, ha
apaciguado el conflicto social, la amenaza de una revolución social, mediante
la creación y administración de unos servicios sociales básicos para frenar la
pobreza. Entendamos, la soberanía nacional del Estado no podía mantenerse sin
una mínima solidaridad social entre clases. Esta experiencia se profundiza al
finalizar la Segunda guerra mundial: quienes dispusieron entregar su vida para
salvar a Gran Bretaña del nazismo no estaban dispuestos a aceptar ser una
subclase en el orden social de postguerra. Es así como la burguesía dominante
termina por aceptar la “socialización del aseguramiento” y la “igualdad de
oportunidades”. Pero no podemos pasar por alto que es el Estado benevolente, de
Providencia, el que fija las reglas de reciprocidad, de ayuda mutua y de
reparto de la producción. No son los miembros de la sociedad los que se han
dado a sí mismos instituciones que regulan sus relaciones. Lo común social
supone fortalecer la democracia social, es decir, que los miembros de la
sociedad se den a sí mismos instituciones que cubrirán sus necesidades
fundamentales. Esto supone que ellos mismos gobiernan el proceso y lo regulan
de acuerdo a “la puesta en común” que han hecho. Como vemos, se trata de
transformar las Administraciones del Estado social en instituciones de lo
común: cogobernadas democráticamente por los servidores públicos, sindicatos y
asociaciones de usuarios con el objetivo de garantizar plenamente los derechos
inalienables de ciudadanía. Como bien apuntan Laval y Dardot: «Para responder realmente a las “necesidades
colectivas” conviene que éstas sean expresadas, debatidas, elaboradas por vías
democráticas» (Op. Cit., pág.
588).
5. Los servicios públicos como instituciones de lo común.
La forma
estatal de los servicios públicos no agota el sentido histórico de dichos
servicios, de manera que hay que considerarlos como instrumentos del poder
político pero también como servicios comunes de la sociedad. Además de ser
instrumentos del poder público, estos servicios están destinados a asegurar la
satisfacción de los derechos de uso y las necesidades de la población.
Con el
avance del neoliberalismo se ha instalado la sensación de que lo que se llama
“reforma del sector público” en realidad es una mutación de la función social
del Estado: precarización de los servicios y de las condiciones laborales de
los servidores públicos, refuerzo de la arbitrariedad jerárquica, ataque a los
colectivos que defienden el carácter público de dicho servicio como, por
ejemplo, el personal de los hospitales, los profesores de la enseñanza pública,
etc.
La cuestión
que aquí abordamos es cómo transformar los servicios públicos para hacer de
ellos instituciones de lo común destinadas a los derechos de uso común y gobernadas
democráticamente. Se trata de concebir al Estado como garante último de los
derechos fundamentales de los ciudadanos respecto a la satisfacción de las
necesidades colectivamente consideradas esenciales y, por otra parte, que la
administración de esos servicios sea confiada a órganos que incluyeran a
representantes del Estado, pero también a los representantes de los
trabajadores y de los usuarios al que están destinados dichos servicios. Los
servicios públicos en realidad son “servicios de ciudadanía” cogobernados en
cada nivel por los actores directamente concernidos por su instauración. Y para
responder verdaderamente a las necesidades colectivas, como mantienen Laval y
Dardot, «conviene que éstas sean expresadas,
debatidas y elaboradas por vías
democráticas».
El servicio
público es la traducción de una necesidad objetiva que debe ser satisfecha.
Ahora bien, ¿quién determina la necesidad del servicio? ¿Por qué dejar que sean
los gobernantes quienes en exclusiva controlen el cuidado del servicio y
evalúen la realidad de una necesidad y las modalidades de su satisfacción sin
dar a los usuarios y a los agentes un poder de iniciativa, de control y de
participación? Es preciso que el Estado no pierda el contacto con la población
para saber cuáles son sus necesidades. Pero también para garantizar que los
servicios no se desvirtúen y sean gestionados como empresas que convierten a
los ciudadanos en clientes, hay que transformarlos mediante la creación de
órganos democráticos que permitan a los profesionales y a los ciudadanos
destinatarios de dichos servicios un derecho de intervención, de deliberación,
de decisión, evidentemente dentro del respeto a las leyes generales y dentro
del sentido de la misión propia de esta clase de servicios. Esta exigencia de
democracia directa no debe ser ignorada porque, en efecto, abre la posibilidad
de instituir servicios comunes a escala local, servicios que a su vez pueden
formar parte de una red para, implicando a la población en la construcción de
las políticas, devolver su sentido a la ciudadanía política y social. Y, por
otra parte, esta democracia participativa podría no quedar reducida a lo
“local” sino adquirir una dimensión regional y nacional.
El ejemplo
de esta transformación de los servicios públicos en instituciones comunes que
ponen Laval y Dardot es el de la remunicipalización de la gestión del agua en
Nápoles: un servicio público local gobernado como un común. Convertido en un
asunto de gobierno de los ciudadanos del municipio. El agua de Nápoles está
gestionada por los representantes de los usuarios, de las asociaciones de
ecologistas, de los movimientos sociales y de las organizaciones de
trabajadores presentes en la empresa, junto a los expertos y representantes del
ayuntamiento.
Devolver al
servicio público su dimensión de común político tiene el sentido ejemplar de
haber conjugado “bienes comunes” y “democracia participativa”. Todos sabemos
que el deterioro de los servicios públicos no proviene sólo de la privatización
de su gestión en manos de las multinacionales o fondos de inversión, sino
también por el uso que ha hecho de la propiedad pública un sistema de partidos
carente de control social sobre los mismos. Pues recuperar lo común y
democratizar activamente el servicio nos permite evitar el clientelismo, el
nepotismo y también la desviación de fondos para fines ajenos al propio
servicio.
6. Los Derechos Humanos Universales por encima del imperium de las soberanías nacionales.
La Carta de las Naciones Unidas, del 26 de
junio de 1945, en su artículo 76 c, establece entre sus objetivos básicos del
régimen de administración fiduciaria «promover
el respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos,
sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión, así como el
reconocimiento de la independencia de los pueblos del mundo». En
consecuencia, la Carta introduce de
manera novedosa el principio de la protección de los derechos humanos a nivel
internacional, más allá de las obligaciones de los Estados nacionales. Dichos
derechos plasman en el campo jurídico exigencias
morales pero el punto débil de los mismos es que carecen de fuerza coactiva
a nivel internacional y, en consecuencia, los Estados nacionales, en virtud de
su soberanía, son proclives a incumplirlos cuando apelan a la razón de Estado. ¿En qué medida los
derechos humanos pueden convertirse realmente en un eje del derecho a escala
internacional, capaz de imponerse a los Estados y de estructurar la acción de
las instituciones internacionales e intergubernamentales? ¿Cómo asegurar su
cumplimiento sin cuestionar a los Estados nación? Sólo desde la codecisión de
cada uno de ellos puede surgir la coobligación de mantenerlos. De lo contrario,
la “universalidad” de los derechos humanos estará absolutamente condicionada a
los distintos intereses nacionales. La única manera de implantar realmente
estos derechos y de obligar su cumplimiento es que la resolución de adoptarlos
sea de abajo hacia arriba, esto es,
vía democracia participativa.
No
obstante, tras la crisis financiera se ha vuelto muy evidente que la gobernanza
neoliberal de los grandes oligopolios multinacionales y de los Estados,
coordinada por organizaciones internacionales del tipo FMI y/o la OMC, está
constituida precisamente para no cambiar nada e incluso para agravar los
problemas. Al tiempo, crece la expectativa colectiva a favor de medidas
globales que estén a la altura de lo que está en juego; por ejemplo, lo estamos
viendo en los planteamientos sobre el cambio climático. El lema «el clima no se negocia» responde a estas
exigencias. El objetivo común de que para finales de siglo la temperatura de
nuestro planeta no se incremente más de dos grados respecto a los niveles
preindustriales es un destino ineluctable. Es una meta que se encuadra en la
denominada «justicia ambiental». En
consecuencia, se está abriendo camino la idea de que es prioritario implantar
un “derecho común mundial” que no nazca desde arriba sino desde abajo: que vaya
de lo local a lo global.
El gran
obstáculo para mundializar los derechos humanos procede de las políticas
neoliberales, las cuales “organizan” el mundo de acuerdo con las reglas de la
competencia, las estrategias de depredación de los recursos naturales y lógicas
de guerra, y no según los principios de cooperación, solidaridad y justicia
social. Como con razón afirma Alain Supiot, el dogma neoliberal se guía por el
«darwinismo normativo» que busca que
los sistemas jurídicos compitan entre ellos con la finalidad de seleccionar a
los más aptos para proporcionar al capital las condiciones de su propio
desarrollo y facilitar, de este modo, la acumulación. Actúa para abatir las
barreras jurídicas y las protecciones sociales que “estorban” la obtención de
los máximos beneficios (L`Esprit de
Philadelphie. La justice sociale face au marché total, Le Seuil, París,
2010, pág. 64 y ss.).
En la
actualidad, el mercado predomina sobre el derecho internacional y, como
corolario, favorece en todas partes el dumping
social. Es imprescindible pasar del “mercado del derecho” a la imposición del
derecho de los comunes, cuya finalidad es garantizar la protección de los
derechos humanos a nivel mundial. El orden mundial no puede estar moldeado por
el interés del capital. Así pues, la tarea política consistirá en ampliar el
dominio de los bienes comunes de la humanidad para vincularlos a los derechos
fundamentales. Lo que se trata de garantizar no son sólo “bienes” en sentido de
cosas, sino el acceso a condiciones, a servicios y a instituciones. Salud,
educación, alimentación, alojamiento y trabajo son contemplados entonces como
derechos fundamentales inalienables que hay que universalizar en la práctica.
Por lo tanto, los derechos fundamentales y los bienes comunes se definen
recíprocamente.
Como
sabemos, la Declaración Universal de los Derechos Humanos en los artículos 1 al
21 inclusive recoge los derechos de “primera generación” que son los derechos a
las libertades individuales y los derechos de carácter cívico. En todos estos
artículos se lleva a cabo una síntesis entre los valores de la tradición
liberal y la tradición democrática. Su objetivo es preservar la esfera íntima y
privada de las intromisiones y manipulaciones del poder del Estado. Ahora el
Estado debe estar obligado por ley en convertirse en el primer garante del
respeto público a esta libertad de los individuos. Estos derechos y libertades
de la primera generación fueron completados con una “segunda generación” de
derechos: los derechos económicos, sociales y culturales. A diferencia de los
de la primera generación, estos últimos requieren una política activa de los
poderes públicos encaminada a garantizar su ejercicio, puesto que se realizan a
través de las prestaciones y servicios públicos en el orden económico, social y
cultural.
Mientras
que los derechos civiles y políticos especifican el valor de la libertad, los derechos de la segunda
generación desarrollan las exigencias de la igualdad,
entendida como igualdad económica y social. Entre estos derechos se encuentran:
- El
derecho a la seguridad social (artículo 22).
- El
derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a las condiciones
equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo
(artículo 23, 1).
- El
derecho a un igual salario, sin discriminación alguna (artículo 23, 2).
- El
derecho a fundar sindicatos y a sindicarse para la defensa de sus intereses
(artículo 23, 4).
- El
derecho al descanso y a las vacaciones pagadas (artículo 24).
- El
derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la
salud y el bienestar (artículo 25).
- El
derecho a la educación (artículo 26).
- El
derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar
de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que
de él resulten (artículo 27).
La
introducción y el reconocimiento de todos estos derechos marcan el paso del
Estado liberal al Estado social de derecho. Y notemos que en el
artículo 28 de la Carta se promulga
la globalización de los mismos: «Toda
persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el
que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan
plenamente efectivos». El objetivo de esta universalización no es otro que
el de promover una especie de ciudadanía
universal encaminada a la igualación universal de las oportunidades
mediante una redistribución supranacional, global, de los recursos.
Ahora vemos
con toda claridad que la imposición de la lógica de los mercados - que es el
marco del FMI y la OMC- se dirige contra la lógica de los derechos humanos
fundamentales. En conclusión, es ineludible combatir la colaboración de los
Estados nacionales al dictamen de la racionalidad capitalista y, por
consiguiente, tenemos que encaminarnos hacia una federación de los comunes y
hacia un federalismo a escala internacional.
7. Federalismo intraestatal e interestatal de los comunes.
En su obra Del espíritu de las leyes, Montesquieu
aquilata la primera definición de la república federal:
«Esta forma de gobierno es una convención,
mediante la cual diversas entidades políticas se prestan a formar parte de un
Estado más grande, conservando cada una su personalidad. Es una sociedad de
sociedades, que puede engrandecerse con nuevos asociados, hasta constituir una
potencia que baste a la seguridad de todos los que se hayan unidos» (Op. Cit., Editorial Heliasta, Buenos
Aires, 1984, pág. 163).
Vemos que
Montesquieu entiende a la federación como una «sociedad de sociedades», un pacto que hacen las partes en
condiciones de igualdad (“pacto entre iguales”) y que se coobligan a cumplirlo
en los términos que fija el convenio común. Pone el ejemplo de la república de
Holanda donde una provincia no puede pactar alianzas, de ningún género, sin el
consentimiento de las demás provincias. De este modo, el concepto de dominium soberano de cada una de las
partes firmantes del convenio pierde fuerza política, ya no es un “absoluto”
incondicionado porque la naturaleza del pacto no se lo permite. Y, por otra
parte, aunque Montesquieu no lo dice explícitamente, la federación de la que
habla tiene las siguientes características: a) una forma “republicana” de
gobierno; b) el Estado concebido como asociación de Estados; c) la república
federativa entendida como constitutiva de una sociedad de ciudadanos; d) y la
posibilidad abierta a una ampliación de la república federativa con nuevos
asociados.
Ahora bien,
lo que nosotros proponemos federalizar no sólo es de naturaleza política - el
federalismo intraestatal, es decir, entre naciones y/o regiones para formar un
Estado federal, y el federalismo supranacional o interestatal-, también es de
naturaleza económica: la federalización de los comunes. El federalismo debe
realizar la combinación de las dos formas de democracia: la democracia política
y la democracia económica y social. Este modelo de federalismo nos parece
sumamente interesante porque articula proporcionalmente los dos campos: el
político y el económico-social. Lo que no puede ocurrir es que a la
descentralización política le corresponda la centralización económica. Si
queremos superar las anomalías del Estado liberal, sea unitario o federal,
tenemos que encaminarnos hacia una federalización en las dos dimensiones. En un
sistema auténticamente federal, el poder no emana de arriba sino que se reparte
en un plano horizontal, de tal manera que las unidades federadas limitan y
controlan sus poderes respectivos. Para que no se pueda abusar del poder es
preciso que, por disposición de las cosas, el poder frene al poder. Esta
relación horizontal establece: 1) que los comunes sociales y económicos se
constituyan con independencia de las fronteras territoriales, es decir, se
constituyen como tales únicamente atendiendo a las necesidades que dan
satisfacción; así, por ejemplo, un común fluvial o forestal puede atravesar
fronteras administrativas de una región o de un país pero nadie puede
apropiárselo: regionalizándolo o nacionalizándolo; 2) los comunes políticos,
por el contrario, se constituyen de acuerdo con una lógica de integración
creciente de los territorios de unos a otros.
Obviamente,
aunque no he hablado de ello, toda esta propuesta de federación de los comunes
es irrealizable en la práctica si no contamos con una cultura federal en su
base. ¿Qué significa ello? Al menos, una primera instancia: que la verdad está repartida y sólo
accedemos a ella democráticamente. Y nuestra tarea es desembarazarnos para
siempre del unilateralismo y de la lógica binaria que huye de las
contradicciones y de las complejidades. Como afirma Edgar Morin: «La verdad total es un error total» (Enseñar a vivir. Manifiesto para cambiar la
educación, Nueva Visión, Buenos Aires, 2014, pág. 18). La aventura de la
vida es navegar en las aguas de la incertidumbre y el peligro mortal de
nuestras vidas es la incomprensión del otro. Supongo que éste es uno de los
principios del federalismo de los comunes.
8. Del laicismo liberal al laicismo socialista.
En su breve
pero profundísimo ensayo, ¿Qué es la
Ilustración?, Inmanuel Kant, en respuesta a esa la interrogación, recurre al
lema «Sapere aude!», “¡Atrévete a
pensar!”. El mandato es un imperativo, pero no un imperativo hipotético, esto es, condicionado para
otro fin, sino un imperativo categórico,
es decir, absoluto o no condicionado a otra cosa. Y si es un mandato es porque
Kant piensa que de hecho no todo
hombre piensa por sí mismo. Es más cómodo que otros piensen por él. Quien opta
a renunciar a tener un pensamiento propio adopta el tutelaje. Lo que está a mano, entonces, es la renuncia, el abandono
tanto del pensamiento como de la libertad: o bien subsumimos nuestro ser en
nuestra naturaleza biológica, o bien abandonamos nuestro ser a una naturaleza
divina, cuya expresión más feroz es el fundamentalismo sea cristiano o
musulmán.
Únicamente
pensando somos capaces de diferenciar entre opinión,
creencia y convicción y, por tanto, ser conscientes del alcance epistemológico
de nuestros enunciados. Y sólo pensando por nosotros mismos es como
averiguaremos si realmente tenemos acceso al saber, esto es, a un modo de conocimiento racional y comunicable
dado que todos participamos en la misma comunidad de fundamento.
Pues bien,
el laicismo se incardina en este ideal de autonomía,
cuya condición necesaria, aunque no suficiente, es pensar por uno mismo y no
donar, como fin último, la libertad a nada ajeno a uno mismo. Dicho en términos
kantianos, hacer real que cada uno de
nosotros es un fin en sí mismo. De tal forma que libre no sólo es aquel que
no sirve a nadie sino, y principalmente, aquel a quien nadie le sirve.
El
laicismo, en principio, nace como propuesta de erradicar de toda tutela
clerical al Estado, a la sociedad y a la escuela pública. Hablamos de
emanciparnos de la “tutela clerical” y no de rechazar la fe o negar la religión
en cuanto tal. Este es el favor que hace el laicismo a la religión: liberarla
de la sumisión clerical. La religión no pertenece al clero. Ni autonomía ni
laicidad significan supresión de la fe; antes bien, lo que afirma el laicismo
es que debe separarse lo que pertenece al ámbito del saber (racionalidad) y lo
que forma parte de la fe (creencia). La actividad humana tiene las siguientes
dimensiones: a) la estrictamente íntima;
b) la privada/privada como lo es el
ámbito familiar; c) la privada/pública
como lo es la esfera de la radio, de la televisión, de una plaza; y d) la pública/pública como es la esfera
estatal. Pues bien, a lo que se opone el laicismo bien llevado es al
enquistamiento de la religión en el aparato del Estado. Separar Iglesia y
Estado no significa de suyo enclaustrar la religión en el ámbito privado/privado.
Es evidente que la sociedad no se ha emancipado de la tutela religiosa, pues es
obvio que aún perdura el clericalismo moral que no concibe otro fundamento para
la moral que la religión. La religión regula la moral y ésta a la sociedad.
Paradójicamente, todo esto ocurre dentro de Estados “jurídicamente”
independientes de la religión o, más exactamente, de la Iglesia. En el caso de
España, a diferencia de Francia, la religión entendida como catequesis perdura
en la escuela pública.
¿Qué
significa esta injerencia de la religión en el Estado, en la sociedad y en la
escuela pública? Significa que una “parte” pretende dominar al “todo”: los
poseedores de la fe quieren apropiarse
de aquello que pertenece a todos, es decir, no únicamente a los creyentes, sino
también a los agnósticos y a los ateos. La religión es un conjunto de dogmas no
compartidos por todos ni tampoco existe, por fortuna, el deber de compartirlos,
y tanto el Estado, la sociedad y la escuela son el espacio de lo común, de lo
público, esto es, sujeto a la universalidad del derecho. El problema surge
cuando el derecho a la diferencia pretende mutarse en diferencia de derechos y,
en consecuencia, postular la preeminencia de una parte de la sociedad -por muy
mayoritaria que sea- sobre otra. El ideal de laicidad es que nadie esté por
encima ni por debajo: ni la parte apropiarse del todo ni el todo aniquilar o
anular a la parte. Cualesquiera de estas posturas vienen a negar la idealidad
de la dignidad humana, es decir, la obligación moral de respetarnos como fines
en sí mismos.
Pero, ¿se
agota el laicismo en este combate contra la apropiación de la religión de esferas
que de suyo no le pertenecen? Pienso que no. Esta es una forma de laicismo muy
ligada al liberalismo: aquella que establece que la religión ha de recluirse al
ámbito de lo privado. Es un tipo de laicismo ligado al concepto liberal de
libertad: la libertad de o, como la
define Isaiah Berlin, “libertad negativa”:
libertad de expresión, de pensamiento, de creencia, etc. A esta libertad
pertenece la libertad religiosa, esto es, librar al hombre de la imposición de
una religión determinada. El laicismo, en sus comienzos, se entendió como una
corriente ilustrada que trataba de llevar a cabo este sentido de libertad, es
decir, de secularizar al Estado y la esfera pública.
Sin
embargo, imaginemos que existiera de hecho esta escrupulosa separación entre
Iglesia y Estado, que la sociedad hubiera diferenciado con nitidez religión y
moral y sus reglas de convivencia se constituyeran a partir de una ética no
fundada en la religión -es más, que su ética no incorpora ningún rasgo de
religión secularizada- y que, por último, la escuela pública estuviera libre en
sus contenidos didácticos de la esfera de la fe. Aun así, ¿el laicismo hubiera
cumplido su destino? No, si bien mucho mejor andarían las cosas.
Además del
laicismo liberal, hay otro laicismo que implica liberación. Decíamos que el laicismo liberal es necesario pero no
suficiente. ¿Por qué? Porque sólo opera con el modelo de libertad negativa,
esto es, es una libertad que no incorpora a todos los hombres en el reino de la
humanidad. No se esfuerza en ello porque ha banalizado la pobreza, la
exclusión, la desigualdad, esto es, ha caído en las garras de un utilitarismo
dispuesto a sacrificar a una parte de la humanidad. Para el liberalismo y más
aún para el neoliberalismo hay una supremacía a la que el hombre está
encadenado: el Mercado. ¿Se avienen
tanto el liberalismo como el neoliberalismo al proyecto ilustrado tal como lo
diseñara Kant: la humanidad como un reino
de fines en sí? A mi juicio, no, y el laicismo, como parte esencial de ese
proyecto, no debe permanecer en silencio ante semejante atentado contra la
humanidad. Para el laicismo liberal el mercado -el mercado capitalista- no es
enemigo de la idea ilustrada de hombre. Para este tipo de laicismo bien puede
ocurrir que la escuela pública se convierta en el “perro guardián” del poder
financiero. De hecho, es lo que está ocurriendo actualmente y puede ir a más.
El sistema
capitalista salvaje vuelve imposible la autonomía económica y esta modalidad de
laicismo banaliza el sufrimiento ajeno y naturaliza a las víctimas del sistema
a través del olvido. Estas sociedades pluralistas y “laicas” elevan cada día
más el número de personas a las que le aseguran que no tendrán futuro, ni ellos
ni sus hijos, que serán “carne de cañón” y habitarán en “pequeños Sowetos” sin
posibilidad de salida. Toda esta aberración es perfectamente compatible con el
laicismo liberal. ¿Cómo vamos entonces a cohesionar estas sociedades? ¿Cómo
vamos a superar la balcanización de la sociedad que se genera por razones
económicas, sociales, etc.? No pasemos por alto: el ideal ilustrado es universalizar sin excluir. He aquí la
carencia del laicismo liberal.
La
exigencia de autonomía plena pasa por emancipar al hombre no sólo de la
religión sino principalmente del mercado. El libre mercado asegura la libertad
de la mercancía y el encadenamiento del asalariado. El fundamento de la
alienación religiosa, decía Marx, es la alienación económica: la explotación.
Ésta es la constante del capitalismo y hasta que no superemos ese marco de
dominación y acumulación de riqueza no habrá ni libertad real ni igualdad real.
Forma parte del laicismo desapropiar a la religión de lo que es común y
extirpar la apropiación privada de los bienes comunes. Esta forma de laicismo,
que no anula al liberal sino que lo culmina, es el laicismo socialista.