viernes, 29 de enero de 2016

HACIA UN NUEVA POLÍTICA


por
Mario Salvatierra Saru


Sean ellos sin más preparación
que su instinto de vida
más fuertes al final que el patrón que les paga
y que el salta-taulells que les desprecia:
que la ciudad les pertenezca un día.
Como les pertenece esta montaña,
este despedazado anfiteatro
de las nostalgias de una burguesía.
Jaime Gil de Biedma


1. Introducción.

Al hablar de “nueva política” no estamos afirmando que todo lo que aquí tratamos sea “nuevo”, sin antecedentes o, mejor dicho, que inauguramos una política desde el punto cero. Veremos, por el contrario, que lo nuevo recoge una estela muy vieja tanto en su aspecto descriptivo como en su esfera propositiva. Lo que la nueva política tiene de “nueva” es el enfoque que le damos: no como lucha por el poder y conservación del mismo, sino en cuanto comporta el noble afán de pretender en grado máximo la armonización social. Hay política porque lo que predomina es la discordancia entre la justicia y la realidad social. A mayor desequilibrio mayor será la necesidad de buscar amparo en la política. Como sostenía Aristóteles, sólo los brutos (animales irracionales) o lo dioses pueden vivir sin política. El hombre, por el contrario, está impelido a armonizar la racionalidad con la necesidad, en cuanto que, por naturaleza, es un ser social.

Este desajuste entre lo que es y lo que debiera ser, medido por el horizonte de justicia, es lo que motiva al hombre a transformar el orden natural e intentar cambiar el desorden social. El punto de partida es, por un lado, la experiencia radical de injusticia: la relación de absoluta asimetría entre los seres humanos y, por otro, la vivencia de que el mundo circundante no se presta fácilmente a garantizarnos la supervivencia.

Son las épocas de crisis, cuyos perfiles subjetivo-psicológicos son “no hay para todos” y “esto no da más de sí”, las que despiertan las grandes inquietudes políticas. En ellas lo verdaderamente relevante es plantearnos soluciones que no acarreen mayores dosis de deshumanización, mitiguen la cuantía de las pérdidas y frenen la desproporcionada relación entre el número de perdedores y el de ganadores. Se trata, como vemos, de atenuar los inevitables efectos de las inclemencias naturales y las arbitrarias contingencias negativas de las relaciones sociales. No hay nada entre los hombres que no proceda de su historia, nada de lo que le ocurre al hombre es por generación espontánea y, por ende, tenemos la estructura social que tenemos porque la hemos construido nosotros. El primer obstáculo con que nos encontramos para modificar el entramado social somos nosotros mismos. Así pues, si queremos cambiar la base social del capitalismo, hemos de sustituir primero el sistema de normas que lo sustenta. Si nosotros mismos afirmásemos que más allá del capitalismo (economía de mercado) solo hay “caos”, entonces tendríamos que abandonarnos a la crueldad de sus consecuencias. El pilar del capitalismo necesariamente es la sustancial relación de dominio de unos hombres sobre otros. Esta es su esencia y por mucho que se quiera maquillar o remediar ese vínculo completamente asimétrico que rige el sistema económico capitalista, no hay manera de restaurar la igualdad entre los hombres. Por último, sabemos que la igualdad originaria pertenece al terreno del mito y no pretendemos llegar a ella porque no es viable y tampoco conveniente: entre los hombres hay una desigualdad natural y otra propiciada por sus propias manos. Respecto a la primera poco podemos alterar y sí, en cambio, la segunda. Se trata, por consiguiente, de establecer, dentro de ésta, un canon de desigualdad tolerable.

2. Sistema de normas de la etapa actual del capitalismo: el neoliberalismo.

A partir de los años ochenta del siglo pasado, el neoliberalismo se vuelve hegemónico, esto es, extiende su lógica a toda la sociedad. Es la ideología dominante: un conjunto de creencias que explican la realidad social mediante enunciados descriptivos, describen cómo son las cosas y cómo se ha llegado a la situación presente, y un cúmulo de enunciados normativos que dictaminan cómo deberían ser las cosas y cómo se pueden alcanzar. Reseñaremos primero cuáles son esos enunciados descriptivos que fundamentan el orden capitalista para luego esbozar su desideratum normativo.

El primero y principal derecho es el de la libertad individual, entendida ésta como ausencia de interferencia o de impedimento para la realización de la acción. La libertad individual llega hasta donde se infringe la libertad de los otros. Todos los demás derechos individuales se subordinan a la libertad. No obstante, veremos que cuando se produce una fuerte tensión entre libertad y seguridad el orden neoliberal (también el liberal) opta por la preeminencia de la seguridad sobre la libertad. Al final se impone la custodia de los bienes de los propietarios porque, en realidad, para cualquiera de las formas del liberalismo se trata de preservar sobre todas las cosas el derecho de propiedad.

Desde el punto de vista antropológico, según esta ideología, el hombre actúa motivado por egoísmo, por el interés propio. Cada uno de nosotros se guía por maximizar su propio beneficio, obtener la mayor satisfacción posible y evitar el dolor-perjuicio en cualquier circunstancia dada. Ocurre, sin embargo, que al perseguir nuestro propio interés se incrementa el bienestar de todos.

Es la competencia entre las personas la que permite optimizar la riqueza de las naciones y el progreso social. Si no hubiera competencia, entonces se apoderaría del ánimo de la gente la desidia, la abulia y no habría modo de alcanzar la prosperidad económica. Gracias a ella nos autosuperamos y nos esforzamos para conseguir más cosas. El resorte de nuestra conducta es el de lograr “cada vez más” bienes y el dispositivo del neoliberalismo consiste en eliminar las barreras que puedan impedir esa carrera hacia el “cada vez más”.

La desigualdad social es inevitable. La gente es desigual en inteligencia, en talento, etc. Además de esta desigualdad natural o de dones, hay una desigualdad entre las personas pero debida a los méritos propios: los ricos son tales gracias a su esfuerzo, a su capacidad de asumir riesgos, a su iniciativa personal y a su vocación emprendedora. En cambio, los pobres no aprovechan las oportunidades que el sistema les ofrece: estudiar, obtener una cualificación profesional, abrirse camino trabajando. En vez de disciplinar su conducta, prefieren responsabilizar a los otros de sus fracasos y que el Estado se ocupe de satisfacer sus necesidades. Hay, por tanto, una responsabilidad moral del pobre respecto a su propia pobreza. A fin de cuentas, si el rico es artífice de su riqueza, el pobre es responsable de su propia condición.

El libre mercado es el mecanismo económico que mejor se adapta para conseguir nuestros intereses. Y la libre empresa es la institución que nos brinda la oportunidad de desarrollar nuestras capacidades y nos posibilita obtener el mayor bienestar para el mayor número de gente. Son la “maximización del egoísmo” y la “libre competencia” las que garantizan el buen funcionamiento de la economía y, en consecuencia, nada externo a las propias reglas del mercado (oferta-demanda) es válido para regularlo y/o controlarlo. Cualquier intento de regular el mercado desde parámetros ajenos a la propia economía contamina el sistema, es decir, lo vuelve ineficiente e ineficaz. Por ello, es la gestión privada la que ofrece las mayores garantías para generar riqueza y la más apta en redistribuir oportunidades.

Todo lo que favorece al libre mercado y estimula la creación de riqueza acaba favoreciendo al conjunto de la sociedad. Por esta razón, el crecimiento económico es la meta final de la racionalidad económica: más nunca es menos y menos nunca es más.

Hasta aquí el ámbito descriptivo, según el modelo neoliberal o, si se quiere, el constructo teórico del homo economicus. En cuanto a la esfera normativa, establece lo siguiente:

1. El Estado debe reducirse a lo mínimo, esto es, tiene que cumplir una función subsidiaria con relación a la empresa privada: tiene que ocuparse de aquellos terrenos en donde la empresa privada no obtiene beneficios. Además de garantizar los derechos civiles, el Estado tiene que encargarse de los servicios sociales. Pero como el gasto público es muy grande y el peso del Estado insostenible si realmente quiere atender las demandas de toda la ciudadanía, entonces lo que se debe hacer es reducir su coste y restringir los derechos sociales: prestar menos servicios y a menos gente. En consecuencia, como el Estado social protector de los derechos de todos es inviable, ha de limitar su papel a la beneficencia.
El Estado, en este estadio del capitalismo financiero, debe culminar su función siendo la “mano visible” de la lógica del capital: ahora tiene que facilitar la privatización de lo público, tiene que colaborar con el proceso de reproducción del capital y someter su ejercicio a la expansión de la desposesión de los bienes comunes. En la actualidad, la tarea del Estado no es la de asegurar y optimizar el bienestar de la población sino la de implantarle el recetario que prescribe el mercado global. El papel del Estado-nación se enmarca en la plena subordinación a los poderes económicos que lideran el proceso de globalización. El poder del Estado se reserva a las fuerzas de seguridad  para guardar el orden interno -policía, en sentido general-, efectuar el control de sus fronteras y mantener la defensa nacional mediante las fuerzas armadas.

2. La inversión y el consumo son los que activan a la economía. Es imposible que en la actual etapa del capitalismo éste se reproduzca si no hay empresarios y consumidores. Por ello, el sistema impositivo debe favorecer a ambos. ¿Cómo? Reduciendo los impuestos directos para que puedan disponer de más dinero en efectivo; de manera que deben reducirse los impuestos sobre los beneficios empresariales y los impuestos de la renta de las personas físicas (IRPF). Si hay que incrementar los ingresos del Estado, entonces por donde hay que cargar es por la vía de los impuestos indirectos ya que éstos afectan a todos por igual.

3. Al menos en Europa, la idea de que el Estado-nación podría ser el último recurso contra los efectos perniciosos del capitalismo ha sucumbido con la reciente crisis económica: la experiencia griega confirma la incapacidad del Estado para domeñar al poder económico. Otro tanto ocurre con la vida colectiva, esto es, en el ámbito laboral asistimos a la descolectivización de la acción colectiva: la individualización extrema de las políticas de gestión de la fuerza del trabajo (los asalariados) y la ruptura de la negociación colectiva. Para el neoliberalismo, todo el mundo debe convertirse en “emprendedor de sí mismo” y asumir la responsabilidad total del éxito o el fracaso de sus “objetivos”. Individualizar, flexibilizar y desregular las relaciones laborales son los sellos que, para el neoliberalismo, certifican el buen camino hacia la prosperidad de todos.

En definitiva, para los neoliberales no hay lugar a la contradicción entre mercado y Estado porque éste debe quedar subsumido en las normas que rigen aquél y el conflicto entre capital-trabajo se supera expandiendo el modelo liberal de libertad individual, en el que cada uno de nosotros es enteramente libre para elegir y escoger el modo de ganarse la vida, es decir, puede vender a quien quiera y en las condiciones que quiera su fuerza de trabajo sin necesidad de recurrir a ningún gremio de sindicalistas “ociosos” para que le proteja porque, como bien señaló Marx, ya no está ligado a la gleba ni es siervo o vasallo de otra persona. El trabajador, para convertirse en verdaderamente dueño de su persona, tenía que liberarse de la esclavitud, de la servidumbre de la gleba, de todo vasallaje y emanciparse de la dominación de los gremios artesanales para, de esta forma, poder vender “libremente” su fuerza de trabajo.

Si antes de que el capitalismo industrial diera el salto hacia el financiero el Estado y el mercado conservaban una esfera propia, ahora, en el imperio del poder financiero, el Estado tiene por finalidad, como observan Christian Laval y Pierre Dardot en su obra Común (Gedisa, Barcelona, 2015), someter la reproducción social en todas sus componentes -familiar, social, político, salarial, cultural, etc.- a la reproducción ampliada del capital. Marx llamaba a este estado de cosas la “subsunción bajo el capital”: ajustar la reproducción de la sociedad a la reproducción del capital. En términos vulgares este proceso se conoce como la mercantilización de todas las esferas de la vida y a ella responde la privatización de la gestión de los servicios sociales, cuando no la privatización misma de lo público: la energía, las telecomunicaciones, los recursos naturales, etc.

Ahora bien, para “liberar” a los trabajadores de sus vínculos de dependencia fue preciso destruir las condiciones de su antigua existencia, fue necesario abolir el sistema feudal y, sobre todo, poner las condiciones materiales para que se viesen obligados a vender libremente su única pertenencia: su fuerza de trabajo. Se les arrebató por la fuerza sus medios de subsistencia. En efecto, fueron despojados de sus propios medios de producción y lanzados al abismo de la necesidad.

3. Esos años de sangre y fuego: cercamiento de la tierra y despejamiento de las fincas.

En el libro I, capítulo XXIV, de El Capital, titulado “La llamada acumulación originaria” (Siglo Veintiuno Editores, 17ª Edición, México, 1998), Marx se encarga de describir el proceso histórico por el cual el proletario llega a tal condición, esto es, es privado del uso colectivo de los bienes comunes y despojado de los medios de su subsistencia, de forma tal que se ve obligado a recurrir al mercado para conseguir todo lo que necesita. Escuchemos al filósofo de Tréveris:

«La expoliación de los bienes eclesiásticos, la enajenación fraudulenta de las tierras fiscales, el robo de la propiedad comunal, la transformación usurpatoria, practicada con el terrorismo más despiadado, de la propiedad feudal y clánica en propiedad privada moderna, fueron otros tantos métodos idílicos de la acumulación originaria. Esos métodos conquistaron el campo para la agricultura capitalista, incorporaron el suelo al capital y crearon para la industria urbana la necesaria oferta de un proletariado enteramente libre» (págs. 917-8).

El momento histórico real en los que se acota la “acumulación originaria” sobre la cual se asienta la “acumulación capitalista” transcurre entre los siglos xiv y xvi, cuando florece la manufactura lanera flamenca y aumenta el precio de la lana. Las tierras que entonces se dedicaban a la labranza y que eran cultivadas por pequeños campesinos fueron violentamente despojadas de sus arrendatarios y concentradas en muy pocas manos para convertirlas en praderas para la cría de ovejas. Los nuevos señores feudales destruyeron los cottages de los agricultores (chozas o diminutas cabañas unidas a una pequeña porción de tierra -0,6 hectáreas aproximadamente-) y expulsaron en masa a los yeomanry (pequeños campesinos libres, no sujetos a prestaciones feudales; propietarios del suelo que cultivaban) de sus propias tierras. Este violento proceso de expropiación, de desposesión de las tierras propias y de apoderamiento de las tierras comunales recibe en Inglaterra el nombre de “enclosure of commons” (cercamiento de tierras comunales) y culmina en las primeras décadas del siglo xix con el gran proceso usurpatorio denominado “clearing of estates” (despejamiento de fincas): “barrieron” a los trabajadores del campo de sus fincas. Como botón de muestra, Marx relata el caso del “despejamiento” llevado a cabo por la duquesa de Sutherland:

«Esa dama, versada en economía política, apenas advino a la dignidad ducal decidió aplicar una cura económica radical y transformar en pasturas de ovejas el condado entero, cuyos habitantes ya se habían visto reducidos a 15.000 debido a procesos anteriores de índole similar. De 1814 a 1820, esos 15.00 pobladores -aproximadamente 3.000 familias- fueron sistemáticamente expulsados y desarraigados. Se destruyeron e incendiaron todas sus aldeas; todos sus campos se transformaron en praderas. Soldados británicos, a los que se les dio orden de apoyar esa empresa, vinieron a las manos con los naturales. Una anciana murió quemada entre las llamas de la cabaña que se había negado a abandonar. De esta suerte, la duquesa se apropió de 794.000 acres de tierra (321.300 hectáreas aproximadamente) que desde tiempos inmemoriales pertenecían al clan […] Todas las tierras robadas al clan fueron divididas en 29 grandes fincas arrendadas, dedicadas a la cría de ovejas; habitaba cada finca una sola familia, en su mayor parte criados ingleses de los arrendatarios. En 1825 los 15.000 gaélicos habían sido reemplazados ya por 131.000 ovejas» (págs. 913-4).

Sobre estos hechos los terratenientes, auténticos bandoleros usurpadores de los bienes ajenos y comunales, decretaron a su favor el derecho de propiedad privada de la tierra, es decir, se otorgaron a sí mismos el moderno título de propietarios de la tierra. Así pues, en esos años de sangre y fuego se consumó el gran pillaje de la tierra mediante el empleo de la violencia, cuyo resultado final fue que unos pocos conquistaron por la fuerza el derecho de propiedad privada y la gran mayoría fue desposeída de sus medios de producción y de sus casas viéndose forzada a vender lo único que le quedaba para poder sobrevivir: su fuerza de trabajo. Como corolario de todo ello se desprende que la violencia es la que funda el derecho y lo mantiene intacto. Asimismo, fue la violencia la que permitió sentar las bases del capitalismo y lo conserva vivo. Como bien apunta Carlos Marx, lo que no comprendió Adam Smith es que el reverso de la riqueza de las naciones es la pobreza popular y que cara oculta del derecho es la violencia. Una violencia fundadora del derecho de propiedad y perpetuadora-conservadora del derecho de propiedad.

Pero la historia de la infamia no acaba aquí: había que domesticar a esa masa desposeída a la disciplina del salario y de la jornada laboral. En efecto, los expulsados por la expropiación violenta de sus tierras no podían ser absorbidos por la industria manufacturera naciente con la misma rapidez con que eran puestos en la calle. Por otra parte, acostumbrados como estaban al cultivo de la tierra no eran capaces de adaptarse tan brevemente a la disciplina de su nuevo estado. Gran parte de ellos, forzados por las circunstancias, se transformaron en mendigos, vagabundos, ladrones, etc. Fue entonces cuando el poder político en coalición permanente con nuevos propietarios de la tierra -los capitalistas agrarios- promulgó, como afirma Marx, «una legislación sanguinaria contra la vagancia». A esos pordioseros se les criminalizó por ser vagabundos e indigentes, esto es, la legislación los trataba como “delincuentes voluntarios”. La conclusión de Marx no puede ser más descarnada:

«De esta suerte, la población rural, expropiada por la violencia, expulsada de sus tierras y reducida al vagabundaje, fue obligada a someterse, mediante una legislación terrorista y grotesca y a fuerza de latigazos, hierros candentes y tormentos, a la disciplina que requería el sistema de trabajo asalariado» (pág. 922)

Hoy, tras siglos de vigencia del sistema capitalista, hemos “naturalizado” las exigencias de ese modo de producción cuando en realidad, como atestiguan los libros de historia, fue resultado de una coerción brutal sobre los primeros trabajadores asalariados. El robo de los bienes comunales, como vemos, desempeñó un papel fundamental en la evolución histórica del capitalismo: esa “gran depredación” fue la condición material de la explotación. La desposesión del pequeño campesino de su vínculo con la tierra, el expolio de su medio de producción, permitió que los empresarios instaurasen unas condiciones laborales rayanas a la esclavitud. La libertad del capitalista era a todas luces licencia para la explotación. En el presente, esa licencia es “silenciosa”, “vaporosa” pero, aunque parezca mentira, existe en cada una de las mercancías que consumimos alegremente.

La inclinación del capitalismo a la depredación no es algo que pertenezca a sus albores sino que es consustancial a su desarrollo, al proceso de acumulación de capital. Es el corazón del sistema y si bien en su origen, en el paso del capitalismo agrícola al industrial, el expolio consistió en la apropiación privada de la tierra común (un bien común natural), en la actual fase del capitalismo, el financiero, la nueva forma de saqueo consiste en el imparable proceso de privatización tanto de los bienes públicos (educación, sanidad, prestaciones sociales, recursos naturales, etc.) como de los bienes comunes inmateriales (cultura, conocimiento, internet, etc.).

4. La acumulación por desposesión: naturaleza del capitalismo financiero.

Como bien apuntan Laval y Dardot, existe una analogía entre el cercamiento de las tierras comunales, la cual posibilitó la “acumulación originaria” que, a su vez, fue la condición inaugural del capitalismo, y el ininterrumpido proceso de privatizaciones implantado por el neoliberalismo, resuelto a llevar hasta las últimas consecuencias el imperativo del poder financiero. Afirman Laval y Dardot:

«La acumulación por desposesión es un incremento de valor que no se produce mediante los mecanismos endógenos clásicos de la explotación capitalista, sino mediante el conjunto de los medios políticos y económicos que le permiten a la clase dominante apoderarse, a ser posible gratuitamente, de lo que no era propiedad de nadie o de lo que hasta entonces era propiedad pública o patrimonio cultural y social colectivo. El gran concepto de acumulación por desposesión […] quiere dar cuenta de las prácticas propiamente neoliberales de privatización de las empresas públicas, de las administraciones, de los organismos de seguridad social y las instituciones de salud y educación […] El estadio del capitalismo financiero se caracteriza precisamente por la necesidad de este nuevo proceso de desposesión a lo largo del cual aquello que había conseguido escapar a la dominación capitalista sufre una forma u otra de colonización» (Op.Cit., pág. 148)

No hay rincón donde el capital no penetre: el capitalismo financiero termina por culminar el expolio iniciado por el capitalismo en ciernes, esto es, ahora expande la desposesión mediante la privatización de lo público, consuma su destino a través de la apropiación privada de los comunes. Ya no hay nada que escape a su dominio y una vez más ejecuta este pillaje con la estrecha colaboración del poder político: el Estado se alía con el mercado facilitando la privatización de los bienes públicos, de los recursos naturales (agua y suelo) y de los servicios sociales. La nueva apropiación de la riqueza es obra conjunta del poder político y de la empresa privada. Por ejemplo, la acción gubernamental “deja caer” el sistema de jubilación no provisionándolo con recursos suficientes para reemplazarlo por seguros privados. También se “inhibe” -“deja hacer”- ante la apropiación privada de las producciones científicas. La respuesta que han dado los Estados a la crisis financiera provocada por los “hedge funds” y la gran banca (“demasiado grande para caer”) pone en evidencia que los Estados-nación se pliegan a los intereses del capital, hasta el extremo de tolerar una verdadera fractura social en el seno de sus poblaciones. Este movimiento generalizado de “cercamiento” (enclosure) está dirigido por las grandes empresas multinacionales y encuentra pleno apoyo de los gobiernos nacionales sometidos a la lógica del mercado.

Por último, señalar que esta gigantesca apropiación acarrea fenómenos masivos de exclusión y desigualdad, contribuye a acelerar el desastre ecológico y medioambiental y hace de la cultura, el conocimiento y la comunicación un producto comercial más. La extensión de la mercancía y la privatización van de la mano y, por ahora, no se encuentran con ningún límite político. La socialdemocracia, tal como la hemos conocido, es irrecuperable no sólo porque también jugó a favor, aunque ahora le pese, de esta carrera privatizadora, sino también porque su marco de acción son las fronteras nacionales mientras que la actividad del capitalismo financiero es global. La nueva política tiene por objeto frenar la expansión de la propiedad privada y la mercantilización del mundo de la vida o, mejor dicho, cercenar la globalización de los comunes. Como mantuvo Proudhon, el derecho de propiedad privada no es un derecho absoluto e incondicionado. Si queremos liberarnos de la tiranía de la apropiación, tenemos que abolir la lógica propietaria en todos los ámbitos de la producción. En el núcleo del capitalismo figuran: las formas de dominio-explotación porque sin ellas no puede haber reproducción de la acumulación de capital y las diversas modalidades de cercamiento-desposesión de los comunes.

Aclaremos. No toda propiedad es un robo y no todo propietario es un expoliador. Esto ya lo sostuvo Proudhon: ni la propiedad de un artesano ni la de un campesino que cultiva su tierra es un robo. Lo que el filósofo francés condena es un tipo específico de propiedad: aquella que permite percibir un beneficio sin trabajo, la que jurídicamente autoriza la apropiación privada de los frutos del trabajo de otros. Adueñarse de la “fuerza colectiva”, nacida del agrupamiento de los trabajadores con la finalidad de producir algo o hacer algo en común, es lo que verdaderamente constituye el robo. El capitalista se apropia de la riqueza social producida por la fuerza colectiva (la puesta en común, simultáneamente, de la fuerza del trabajo por muchos individuos ejecutando la misma tarea; por ejemplo, la producción de un barco) sin otra justificación que la de ser propietario de los medios de producción. Es esta riqueza social la que les arrebata a los asalariados. En su obra, ¿Qué es la propiedad?, escribe:

«El capitalista, se dice, ha pagado los jornales a sus obreros. Para hablar con exactitud, había que decir que el capitalista había pagado tantos jornales como obreros ha empleado diariamente, lo cual no es lo mismo. Porque esa fuerza inmensa que resulta de la convergencia y de la simultaneidad de los esfuerzos de los trabajadores no la ha pagado. Doscientos operarios han levantado en unas cuantas horas el obelisco de Luxor sobre su base. ¿Cabe imaginar que lo hubiera hecho un solo hombre en doscientos días? Pero según la cuenta del capitalista, el importe de los salarios hubiese sido el mismo» (Op. Cit., Edición Diario Público, Barcelona, 2010, pág. 124).

Aunque el capitalista haya pagado todas las fuerzas individuales, no ha pagado la fuerza colectiva, es decir, se apropia gratuitamente de la fuerza colectiva. Según Proudhon, el salario es individual mientras que la ganancia proviene del apoderamiento del fruto de la fuerza colectiva. He aquí, a su juicio, la raíz de la explotación económica: la alienación de la fuerza colectiva. Dicha fuerza es lo común y es usurpada por quien goza de un supuesto derecho absoluto de propiedad sobre los medios de producción.

Una vez más comprobamos que el origen de la injusticia se localiza en torno a lo común: la apropiación privada de lo que es común. La explotación no es sino la apropiación privada de la plusvalía común. El paso del capitalismo industrial al financiero consiste en que la acumulación se separa del proceso de producción para desplazarse al cercamiento del conocimiento, es decir, del trabajo intelectual o inmaterial creador de valor. Al dar este salto, el capital se afianza como un poder rentista desligado del sistema productivo o, lo que es lo mismo, de la economía real. Y como plantean Laval y Dardot, siguiendo los estudios de Carlo Vercellone, «si la renta es aquello que recibe un propietario tras la expropiación de lo común, entonces tendremos derecho a establecer un “vínculo que engloba en una lógica única las primeras enclosures que afectaron a la tierra y las new enclosures que afectan al saber y lo viviente”» (Op. Cit., pág. 230). En consecuencia, tendremos que realizar un examen de lo común para ver de dónde propiamente emana el mal social.

5. Analítica de lo común.

Es corriente asociar lo común con lo público y, sin embargo, no son lo mismo. Lo común es aquello que está “abierto a todos”, aquello que se “ofrece a todos”. Lo contrario de lo común no es lo privado puesto que, como veremos, algo puede ser privado pero de uso en común. Propiamente hablando lo común es lo contrario de lo propio: aquello que pertenece de manera exclusiva a una persona. Lo propio es singular mientras que lo común es plural. Lo que realmente se opone a lo público es lo privado pero tampoco hemos de confundir lo público con lo estatal. El término “público” puede usarse en dos sentidos: por un lado, como lo que concierne al Estado, sus instituciones y funciones (por ejemplo, los “bienes públicos”, el “tesoro público”, el “déficit público”, etc.) y, por otro, aquello que incluso siendo privado corresponde al dominio público: la “opinión pública” no es la opinión del Estado ni tampoco la opinión del medio privado que transmite o hace pública dicha opinión. Todo lo que pertenece al Estado es público pero no necesariamente lo público está vinculado al Estado. Una lectura o una asamblea “pública” se refiere a mucha gente, a una actividad no restringida o limitada a unos pocos; por principio, es accesible a todos.

Ahora bien, lo común tampoco se reduce a un bien o bienes de utilidad porque no es un objeto independiente de la actividad humana, de la praxis. Lo común político no es un bien, no es un objeto de propiedad ni pública ni privada, sino que es resultado de la actividad deliberativa que funda la comunidad. Es la praxis la que hace que determinadas cosas se puedan volver comunes. Así, por ejemplo, afirmaba Aristóteles que el logos, el pensamiento, es lo común al hombre y precisamente porque el hombre tiene “palabra”, y no solo “voz” como los animales, es por lo que puede hacer política. La política es resultado de la praxis común, es una puesta en común en la esfera pública (la ekklesia: la asamblea del pueblo) con el objetivo de alcanzar un bien que beneficie a todos (el bien común). Lo común político está encaminado a aquello que “beneficia a todos” y, por tanto, se dirige a lo que en principio se acuerda como “justo”. Lo justo es el objeto de lo político.

De manera que lo común es el principio político a partir del cual debemos construir “comunes” (la “democracia”, las “leyes” en tanto expresión de la voluntad general, las “constituciones”, los bienes materiales e inmateriales, etc.) y preservarlos como tales, esto es, hacer que sobrevivan. Cuando la democracia se somete al interés del poder económico privado corrompe su cometido porque aliena lo que en ella hay de abierto a todos en unas pocas manos. La crisis actual de la democracia se debe al dominio directo del poder financiero sobre los instrumentos de toma de decisión política. La apropiación de la democracia por el poder económico ha sido la última maniobra hecha por el capitalismo con la finalidad de expandir su proceso de acumulación.

Hemos visto que lo común, en primer término, se nos presenta como un hacer colectivo de los hombres: resultante de una puesta en práctica común de una multitud, que en el plano político se traduce a un proceso instituyente de lo común. Todo lo relativo a las normas de convivencia, la legislación, responde a este proceso. Asimismo, también lo común designa los recursos materiales comunes: el agua, el aire, la tierra, los frutos de la tierra y los dones que nos ofrece la naturaleza, por ejemplo, el subsuelo marino, el paisaje, las cascadas, etc. Hay quienes proponen incluir dentro de estos bienes el genoma humano. También lo común hace referencia a los bienes que son necesarios para la interacción social y son producidos gracias a ella como, por ejemplo, el lenguaje, los códigos, el conocimiento científico, la música, etc. Aquí lo común es condición y resultado de la actividad humana en sociedad. El lenguaje de internet, en cuanto resultado del trabajo inmaterial, pertenecería a la esfera de lo común. Y, como dijimos, la fuerza colectiva que se desarrolla en el ámbito del trabajo también pertenece a lo común ya que no consiste únicamente en la suma de fuerzas individuales ni en el simple agrupamiento de éstas sino en la “convergencia simultánea” en una misma tarea prefijada de antemano.

Dicho al modo teológico el pecado original radica en la apropiación privada y exclusiva de lo que es común, adquiera éste cualquiera de las formas antes señaladas. Notemos que estamos hablando de propiedad privada “exclusiva”, es decir, segregadora y excluyente al usufructo o beneficio de otro u otros. Es oportuno en este punto aludir a la distinción que realizan Laval y Dardot sobre los tipos de bienes. En sentido general, afirman, podemos diferenciar el bien común del bien público o colectivo, el cual se opone al bien privado o privativo. Este último está producido por empresas privadas y destinados a los mercados en los que rige la competencia. Pero también existen unos bienes que, por sus características específicas, están destinados a ser producidos o bien por el Estado o bien por organismos sociales (asociaciones, sindicatos, iglesias, etc.). Es decir, los bienes públicos no son producidos por el mercado porque la satisfacción a las necesidades que responden no es compatible con el pago individual voluntario de esta clase de bien. Por consiguiente, tenemos:

a) El bien común o lo común que no es propiamente un objeto útil o utilizable concreto, sino aquello que “beneficia a todos” y está “abierto a todos”. Ese bien común es el correlato objetivo del interés general o voluntad general.

b) El bien público o colectivo destinado no al mercado sino a cumplir una función social. Este tipo de bien no requiere que sea necesariamente producido por el Estado ni apropiado por el mismo, sino que perfectamente puede estar creado por asociaciones no gubernamentales y pertenecer al colectivo.

c) El bien privado o privativo es aquel que tiene por objeto la consecución del beneficio.

Ahora bien, quizá lo más notable de la división de los bienes que hacen Laval y Dardot es la diferenciación entre el carácter “exclusivo” y “rival” de los mismos. Un bien es exclusivo cuando el que lo posee o lo produce puede, en virtud del derecho de propiedad que tiene sobre él, impedir su acceso a toda persona que rechace comprarlo al precio por él exigido. Un bien es rival cuando su compra o uso por parte de un individuo disminuye la cantidad del bien disponible para el consumo de otras personas. Hecha estas precisiones, nos encontramos con que los bienes privados son exclusivos y rivales y los bienes públicos puros son no exclusivos y no rivales. Los bienes públicos o son subvencionados o son producidos directamente por el Estado porque, en la búsqueda del beneficio, nadie tiene un interés espontáneo en ponerlos a circular en el mercado.

Junto a los bienes puramente privados (que son exclusivos y rivales) y los bienes puramente públicos (que son no exclusivos y no rivales), hay una tercera clase de bienes: los bienes híbridos o mixtos. Éstos pueden, a su vez, ser de dos tipos: los llamados “bienes de club” que son al mismo tiempo exclusivos y no rivales como las autopistas, en las que se puede establecer un peaje pero cuyo consumo no disminuye el de otros; y también hay los denominados “bienes comunes” que son no exclusivos pero sí rivales, como el caso de las zonas de pesca o de pastoreo, son bienes cuyo acceso difícilmente se pueda prohibir o restringir, salvo que se establezcan reglas de uso, y sí, en cambio, su consumo disminuye el de otros. Tenemos, en consecuencia, las siguientes categorías de bienes:

1. Bien común o comunes: la política, la democracia, la legislación, lo justo, el conocimiento, las instituciones entendidas como entidades formadas por un conjunto de ciudadanos organizados conforme a reglas instauradas por los propios participantes-usuarios, etc.
2. Bienes puramente privados: exclusivos y rivales.
3. Bienes puramente públicos: no exclusivos y no rivales.
4. Bienes híbridos o mixtos:
        a) Bienes de club: exclusivos y no rivales.
        b) Bienes comunes: no exclusivos y rivales.

Y dentro de estas clases de bienes se encuentran los materiales (agua, tierra, recursos naturales, etc.) y los inmateriales (lenguaje, cultura, conocimiento, etc.), como también los naturales y los no naturales o producidos por el hombre.

La cuestión que se plantea ahora es qué relación guardan estas distintas modalidades de lo común con el derecho de propiedad. Lo que parece claro es que hay una absoluta incompatibilidad entre la propiedad exclusiva y rival y los comunes.

6. El derecho de propiedad y la institución de lo común.

El derecho de propiedad es el más absoluto de los derechos sobre las cosas (plena in re potestas), ya que implica que su titular posee los siguientes derechos:
1. El derecho de uso (usus).
2. El derecho sobre los frutos (fructus).
3. El derecho de goce (los beneficios de una propiedad).
4. El derecho a abusar (abusus) o disponer de la cosa como quiera, ya sea destruyéndola o transformando su sustancia como vendiéndola o donándola.

Es esta facultad de disponer de la cosa como quiera la nota esencial del derecho de propiedad. Y es precisamente este rasgo de posesión absoluta y excluyente el que hace que la propiedad privada sea completamente contraria a la institución de lo común. La propiedad privada tiene por naturaleza un carácter privativo, esto es, el propietario puede impedir el uso de ese bien a otro u otros; tiene, si quiere, la potestad de destruirlo antes de que otros lo puedan utilizar.

¿Cuál es la suma pretensión del neoliberalismo? Convertir los distintos bienes comunes en bienes exclusivos y rivales, es decir, consumar la privatización de los comunes, sean éstos materiales o inmateriales, naturales o producidos por el hombre. De modo tal que el único derecho absoluto sobre las cosas sería el derecho de propiedad, privándole a los bienes la posibilidad del derecho de uso común. Y como corolario de todo ello nos encontramos con que la libertad, la igualdad, la seguridad y todos los otros derechos quedarían supeditados al supremo derecho de propiedad.

Frente a ello, Lavan y Dardot proponen que la nueva política se funde en un poder instituyente de lo común: si lo común ha de ser instituido, sólo podrá serlo como inapropiable, en ningún caso como objeto de derecho de propiedad. Si un nuevo mundo es posible, lo será sobre la base de un derecho que esté destinado devolverle a la sociedad aquello que le ha sido arrebatado: los bienes comunes. El derecho fundante no será individual ni privativo sino social e inclusivo: un derecho común creado por la sociedad y para la sociedad. Ese derecho común o social no puede estar sometido ni subordinado al Estado ni al derecho privado de propiedad. En definitiva, se trata de retomar el derecho de uso para dirigirlo contra la propiedad, ya sea ésta estatal o privada. Ese derecho de uso tendrá la potencialidad de imponer, a través de la norma social de inapropiabilidad, límites a la propiedad privada y a la pretensión de cercamiento de los nuevos comunes, como son los lenguajes de internet, la ciencia, etc.

Tal como destacan Laval y Dardot, hay un sistema denominado “copyleft” -contrario al “copyright”- que protege a la comunidad de uso y de protección, y delimita un régimen jurídico de la propiedad intelectual común. En suma, el copyleft invierte la lógica del copyright: no es un modo de restringir el uso de un programa como hace el copyright sino una forma de hacerlo “libre” y “abierto”, esto es, no apropiable, para que se beneficie toda la comunidad. Así, el copyleft excluye toda exclusión y, por otra parte, no es una negación radical de la propiedad sino que es un uso paradójico del derecho del creador sobre su producto, libre de usarlo a su manera, hasta el punto de elegir su modo de distribución. El programa de explotación GNU/LINUX es resultado de este tipo de iniciativa.

Una nueva política fundada en el derecho de lo común no puede limitarse al ámbito local o nacional pues lo común es global ni tampoco puede referirse a un conjunto de sujetos porque lo común afecta a todos, es universal. Al instaurar la política de lo común estamos jugando en el mismo terreno de la globalización económica, ya que los comunes están más allá de las fronteras nacionales y conciernen a todos los hombres por igual como ocurre con la mundialización de la economía y la imposición de sus reglas y su disciplina. En suma, se trataría de instituir el principio de lo común en el plano del derecho, del poder, de la economía, de la cultura, de la educación, de la protección social, etc.

7. Breve catálogo de las señas de identidad de una nueva izquierda.

Una vez descritos los nuevos desafíos de la política ante el intento de colonización del capitalismo de los nuevos comunes con el fin de incrementar la acumulación de capital, es hora de esbozar cómo debería ser la sociedad a la que aspiramos emancipar de este prolongado desarrollo de expolio, dominación y explotación, y exponer cuál es el camino o cómo puede alcanzarse esa nueva sociedad, que desde luego nunca será el paraíso en la tierra. Hay que hacer creíble que otro mundo es posible no sólo en la imaginación sino fundamentalmente en la realidad.

Una premisa fundamental con la que partimos es que el derecho de propiedad privada ha de estar subordinado a los valores sociales: valores como la democracia, la igualdad, la libertad, la justicia, el conocimiento -que no sólo son individuales sino también colectivos- no deben someterse ni supeditarse al interés puramente privado, sea de uno o de unos pocos, ni tampoco quedar atrapados o monopolizados por la soberanía del Estado. Segunda idea básica: desligar la economía del paradigma neoliberal (anteriormente descrito) y hacer que lo común sea lo que prevalezca en la esfera económica, es decir, refundar la democracia económica y establecer la preeminencia del derecho de uso sobre el de propiedad. Tercer desafío irrenunciable: como ni desde el Estado-nación ni desde lo regional podemos responder adecuadamente a los desmanes producidos por la globalización económica y los abusos del poder financiero, es imprescindible estatuir comunes mundiales como, por ejemplo, establecer un programa de aplicación real y desarrollo de los derechos humanos universales, que especifique el objetivo de los mismos, los plazos de ejecución y los recursos económicos necesarios para su implantación. Estos derechos humanos están íntimamente ligados al principio de libertad (derechos civiles y políticos), al principio de igualdad (derechos económicos, sociales y culturales) y al principio de solidaridad y fraternidad (derecho a la libre circulación, derecho de migración, derecho de asilo, derecho de habeas corpus, etc.). E igualmente es insoslayable reparar los daños ecológicos y medioambientales que el modelo de desarrollo desbocado ha producido en nuestro planeta. Se trata, como sabemos, de poner freno a un arquetipo de crecimiento que engañosamente supone que los recursos naturales son infinitos e ilimitados. Necesitamos con urgencia un programa mundial que preserve los recursos naturales y aborde con realismo la política energética. Y, por último, será inexorable crear instituciones federales a escala internacional y nacional con el objetivo de federalizar los comunes.

8. Algunas propuestas políticas básicas.

1. La institución de una política común.

Tal como proponen Laval y Dardot, se trata de introducir en todas partes la forma institucional de autogobierno: en todos los campos de la vida humana. Es volver al sentido antiguo de la democracia: la participativa, la que no deja a nadie fuera de la toma de decisiones, la que permite el despliegue más libre posible de actuar en común. El autogobierno concierne a todas las esferas sociales no sólo a las actividades políticas (el parlamento y otras instituciones gubernativas), también se dirige a la actividad económica. La política de lo común es transversal, afecta a todos los ámbitos donde los seres humanos actúan juntos y deben tener la posibilidad de participar en la elaboración de las reglas que le afectan, en el gobierno de las instituciones donde actúan, viven y trabajan.

Asimismo, el autogobierno tiene que penetrar en el centro de la empresa privada porque es en ella donde se lleva a cabo la sumisión del trabajo por el capital. Y, como afirman los autores mencionados, es evidente que todo proceso de transformación de la empresa topa con la cuestión fundamental de la propiedad. No puede haber institución de lo común en el conjunto de la sociedad sin que el derecho de propiedad -dominio absoluto del propietario sobre la tierra, el capital o la patente- sea sometido al derecho de uso de lo común, lo que implica que la propiedad pierda el carácter absoluto.

La política de lo común tiene por finalidad una reorganización de la sociedad que haga del derecho de uso el eje jurídico de la transformación social y política, sustituyendo a la propiedad exclusiva y rival. Es viejo el aserto del socialismo que dice que la democracia no debe detenerse en la puerta de la empresa. Así como en democracia ha de imperar el principio de “ninguna resolución sin participar en la deliberación”, en la actividad económica y/o en cualquier otra actividad tiene que prevalecer el principio: «ninguna ejecución de decisiones sin participación en el proceso de toma de decisión». Este principio no es otro que el de la coobligación fundada en la codecisión y la actividad común, esto es, lo común en sí mismo como principio político.

2. Fortalecer el imperio del derecho de uso frente a la propiedad exclusiva y rival.

Todo poder absoluto implica una relación excluyente y de dominación y el poder de dominio implica, a su vez, una relación de sometimiento. Como es obvio, la política de lo común rechaza esta articulación de lo social. La esfera de lo social -la producción y los intercambios- está organizada a partir del régimen jurídico de la propiedad privada. El derecho de uso designa la facultad de beneficiarse de la utilidad de una cosa y, al contrario que el derecho de propiedad, excluye la facultad de disponer como se quiera de la cosa a la que se refiere. El usuario del bien dispone del goce, con la responsabilidad de conservar la sustancia de ese bien. El usuario de algo común no puede ser propietario, pues dijimos que lo común es por esencia inapropiable. El usuario de un bien común está ligado a otros usuarios de este mismo bien común mediante la coproducción de las reglas que determinan su uso común. Este vínculo que procede de la coobligación prevalece entre todos aquellos que hacen uso simultáneamente de eso que es inapropiable. El derecho de uso carece de efectividad si es separado del derecho de coproducir las reglas de uso común. En efecto, esto es lo que lo distingue del “libre acceso” a un bien: la utilización libre y gratuita, por ejemplo, de un programa informático no supone que el titular de ese programa informático renuncie a sus derechos patrimoniales, es decir, se trata de un bien cuyo propietario autoriza un uso más amplio, pero en ningún caso de un común.

Laval y Dardot sostienen que lo decisivo es que «el uso común esté ligado a la codecisión relativa a las reglas y a la coobligación resultante». Y añaden: «A falta de ese vínculo, no se puede considerar el uso como verdaderamente común. El gobierno de un común impone un doble deber: de no atentar contra el derecho de otros usuarios y el de conservar la cosa colectivamente gestionada. Esto procede de la coobligación que une a los gobernantes de un mismo común» (Op. Cit., págs. 541-2)

3. Lo común como principio de emancipación.

Llevan razón Laval y Dardot cuando observan que la relación de fuerza en el mundo del trabajo es tan desfavorable a los asalariados que la desindicalización ha ganado cuerpo en las empresas privadas y, como es lógico, la precarización ha tocado el corazón de la clase trabajadora. El capital parece haber sometido a los trabajadores hasta tal extremo de que ya no parece posible ningún combate en el terreno del capital.

La cuestión que se plantean es cómo los asalariados podrían encontrar la fuerza suficiente para recuperar una autonomía de representación y un poder de lucha a falta de organizaciones sindicales poderosas. Únicamente será mediante la acción colectiva (la acción común) y el trabajo crítico como podría surgir una nueva conciencia colectiva. A pesar de su debilitamiento en afiliación, las organizaciones sindicales deberían desempeñar un papel fundamental pero no como “sindicatos de servicios” sino como sindicatos que disputan a la patronal la hegemonía ideológica y su monopolización del poder respecto a la forma de trabajo y la finalidad de la producción. Lo que le da al sindicalismo su verdadera significación es oponerse con contundencia a la lógica de la acumulación y a las formas de dominación que dicha lógica impone a su actividad.

No puede ser que el trabajador tenga que dejar por completo sus valores morales, su sentido de la justicia, su relación con lo colectivo, su pertenencia social, en la puerta del trabajo. De ello es sumamente consciente el capitalismo hasta el punto de haber llevado la individualización de la relación laboral hasta la ruptura de los convenios colectivos. Rompiendo la negociación colectiva el capitalismo logra inocular en el seno de los asalariados la rivalidad y la competencia y, al mismo tiempo, pretenden movilizarlos por un «pseudo-patriotismo de empresa».

Sin embargo, todo trabajo supone un “colectivo”: se trabaja siempre con otros. Pero por “colectivo” hay que entender algo que va mucho más allá de una agrupación o suma de individuos en un mismo lugar; hay que comprender lo “instituido” en el trabajo: en él se establecen vínculos de camaradería, modos de coordinación y cooperación y, sobre todo, reglas tácitas de ayuda mutua y connivencia entre los asalariados. Cornelius Castoriadis afirmaba que la empresa capitalista siempre se enfrenta a una contradicción fundamental: por una parte, la empresa solicita la movilización y participación de los asalariados (es cuando les dicen “somos una gran familia”) y, por otra, los reducen a meros ejecutores que obedecen una lógica que permanece ajena al cumplimiento de su actividad. Por esta razón sostenía Castoriadis que la acción política en el campo del trabajo tiene que pasar de una cooperación forzada a una actividad autoorganizada y autodeterminada. (La experiencia del movimiento obrero, Tusquets Editores, Barcelona, 1979, 2 volúmenes).

Los trabajadores, los asalariados, tienen que despertar de la “anestesia” actual y darse cuenta de que la lucha contra el trabajo alienado y explotado sigue siendo el objetivo de su liberación en el trabajo. Pues la jerarquía reinante en el ámbito del trabajo no tiene nada que envidiar a las estructuras burocráticas del ejército o de la Iglesia: para hablar con el “jefe” hay que pedir permiso y articular “gestos” propios de la dependencia. Esta subordinación no sólo tiene efectos en el propio trabajo, en la “motivación” del trabajador, sino también en la vida social en su conjunto: el trabajador busca compensar la frustración que le produce la sumisión laboral en el consumo. Y como crece la precarización laboral y el salario de pobreza germinan como hongos los comercios “low cost”.

Lo común es una de las vías para contrarrestar los efectos de la dominación jerárquica en el trabajo. Volver a situar en el centro de la lucha sindical la cuestión de la organización del trabajo es la única respuesta que se puede aportar a las estrategias políticas del “management” neoliberal. Es obligado que los trabajadores-asalariados participen en la elaboración de las reglas del trabajo y en las decisiones que afectan a la empresa y a ellos. Instituir lo común en el corazón de la empresa para liberar la dominación del propietario (o propietarios) del capital convierte al centro de trabajo en una institución democrática. Y también es la condición para que los asalariados reorganicen el trabajo sobre bases auténticamente cooperativas.

Liberar al trabajo del poder absoluto del capital únicamente es posible si la empresa se convierte en una institución de la sociedad democrática y no siga siendo un islote de la autocracia patronal y/o accionarial. La tarea es: «hacer que la república entre en la empresa». Esta idea es vieja: la invocaban republicanos y socialistas con el fin de liberar a los trabajadores del yugo del capitalismo. ¿No sigue estando vigente? Sigue siendo preciso extender la democracia en el marco de la empresa: no habrá ciudadanía económica si no es viable llevar la democracia a la vida económica. Ver en este punto el reciente trabajo de Jean-Louis Laville, Asociarse para el bien común, Icaria, Madrid, 2015.

Laval y Dardot recurren a una aseveración de Marc Sanguier: «No se puede tener una república en la sociedad mientras tengamos una monarquía en la empresa» (M. Sanguier, Discours, Tomo 2, Bloud, París, 1910, pág. 71). El trabajador no solamente debe tener derecho al voto en las elecciones sino también debe poder participar en la dirección de la empresa en la que trabaja. Y, como decía J. Jaurès, los economistas deben dejar de ser «celadores de la monarquía». El capitalismo, en este punto, ha permanecido inflexible: la dominación es el núcleo del sistema y toda democracia en la empresa es inaceptable para dicha institución puesto que la considera su propiedad exclusiva. La soberanía absoluta del propietario continua siendo el principio dominante del contrato de trabajo, cuya ejecución sigue estando enteramente bajo su mando. Sin duda alguna, el derecho al trabajo ha progresado, se han promulgado “estatutos de los trabajadores”, pero lo esencial de la dominación del capital ha permanecido inalterable: el vínculo de subordinación del asalariado que lo vincula a la empresa permite privarlo de sus derechos mientras se encuentra bajo el imperio del propietario. El trabajador llamado “libre” pierde en gran parte su libertad cuando entra en la empresa, pues queda sometido a la autoridad soberana: el propietario del capital. Y éste cree que tiene “pleno derecho” por la sencilla razón de que ha comprado su fuerza de trabajo.

Constituir un modo muy distinto de relaciones en esta institución empresarial es una cuestión decisiva para contrarrestar la hegemonía de la forma capitalista de dominación y de actividad social. A esta cuestión responden la empresa común, la economía social, la economía solidaria y la economía verde.

4. Nuevo paradigma económico: economía social, solidaria y verde.

Junto al modelo económico capitalista se trata de constituir la economía social: es la economía que pone en el centro de la empresa a la democracia y a la solidaridad. La economía social se caracteriza por el rechazo a someterse a la ley del beneficio y de la pura competencia. La economía social apunta a situar a la democracia en la economía y a desarrollar un vínculo social que ponga a la igualdad y a la solidaridad en el vértice de las relaciones económicas. La economía social vendría a probar que la materia económica no se reduce a la dualidad mercado-Estado, sino que es posible y viable, como afirma Jean-Louis Laville, alinearla en el asociacionismo que no persigue el afán de lucro sino el bienestar social.

No obstante, digamos que la economía social tiene que dar un salto sobre el cooperativismo clásico, ya que éste lamentablemente se ha visto obligado a disciplinarse a las reglas del mercado. Al padecer la competencia del sistema capitalista, terminó por adaptarse a los comportamientos utilitaristas de los consumidores que buscan el mejor precio. Lejos de favorecer “otra economía”, terminó por aceptar la carrera de los bajos precios y asumir, de este modo, las reglas del mercado puro y duro.

Como prevén Laval y Dardot, en la necesidad de hacer frente a la crisis fiscal del Estado de bienestar y a la competencia de países con salarios más bajos (dumping social), existe el riesgo de constituir la economía social como un «gueto de trabajadores pobres» que llevan a cabo actividades poco cualificadas, mal pagadas y de baja productividad. Para esquivar este peligro es necesario que la economía social se funde en la institución democrática del actuar común y en la producción de lo común como finalidad a la que se dirige la acción. Es fundamental luchar contra los objetivos exclusivamente financieros o contra las prácticas no democráticas en el seno de la empresa, es decir, tiene que imperar la lógica de lo común en su conjunto.

La salida del capitalismo sería entonces sinónimo de creación de la economía social que tenga en cuenta las aportaciones de la sociedad civil. Así quedaría plasmado que la búsqueda del beneficio no es la única motivación de la economía, que el hombre no es únicamente calculador, egoísta y maximizador de su propio interés y, sobre todo, quedaría demostrado que la democracia y la eficacia económica no son incompatibles. En definitiva, podría mostrarse que la cooperación y la solidaridad son mejores socialmente que la hipercompetitividad.

El planeta Tierra no da para todo: nada en él es ilimitado. No tiene el más mínimo sentido jugar con presupuestos económicos que suponen que los recursos naturales son infinitos y que la Tierra no sufre trastornos climáticos con esta carrera desaforada para obtener beneficios. Es urgente que junto a la economía social pongamos a la economía verde en el centro de nuestro programa político, esto es, una economía sostenible con el ecosistema natural y que nos permita armonizar desarrollo con bienestar para todos. Ni el medioambiente, ni la alimentación, ni la biodiversidad deben quedar sometidas a las garras de los grandes oligopolios económicos multinacionales porque no sólo alteran el orden natural sino porque, fundamentalmente, instauran nuevos métodos de “cercamientos” (patentes) que dejan a los pies de los caballos a millones de agricultores.

Conviene no perder de vista que lo común ha sido pervertido por el Estado: con el monopolio burocrático de los bienes comunes. De manera que el primer deber que tenemos por delante es devolver a la sociedad lo que le pertenece, lo que le corresponde, a saber, el control democrático de las instituciones de reciprocidad y de solidaridad. Si bien el Estado ha atenuado los efectos perversos de la propiedad de los medios de producción, ha asegurado el derecho absoluto de propiedad mediante la pacificación de las relaciones sociales. De este modo, el Estado social ha sido la respuesta al peligro de la revolución obrera, ha apaciguado el conflicto social, la amenaza de una revolución social, mediante la creación y administración de unos servicios sociales básicos para frenar la pobreza. Entendamos, la soberanía nacional del Estado no podía mantenerse sin una mínima solidaridad social entre clases. Esta experiencia se profundiza al finalizar la Segunda guerra mundial: quienes dispusieron entregar su vida para salvar a Gran Bretaña del nazismo no estaban dispuestos a aceptar ser una subclase en el orden social de postguerra. Es así como la burguesía dominante termina por aceptar la “socialización del aseguramiento” y la “igualdad de oportunidades”. Pero no podemos pasar por alto que es el Estado benevolente, de Providencia, el que fija las reglas de reciprocidad, de ayuda mutua y de reparto de la producción. No son los miembros de la sociedad los que se han dado a sí mismos instituciones que regulan sus relaciones. Lo común social supone fortalecer la democracia social, es decir, que los miembros de la sociedad se den a sí mismos instituciones que cubrirán sus necesidades fundamentales. Esto supone que ellos mismos gobiernan el proceso y lo regulan de acuerdo a “la puesta en común” que han hecho. Como vemos, se trata de transformar las Administraciones del Estado social en instituciones de lo común: cogobernadas democráticamente por los servidores públicos, sindicatos y asociaciones de usuarios con el objetivo de garantizar plenamente los derechos inalienables de ciudadanía. Como bien apuntan Laval y Dardot: «Para responder realmente a las “necesidades colectivas” conviene que éstas sean expresadas, debatidas, elaboradas por vías democráticas» (Op. Cit., pág. 588).

5. Los servicios públicos como instituciones de lo común.

La forma estatal de los servicios públicos no agota el sentido histórico de dichos servicios, de manera que hay que considerarlos como instrumentos del poder político pero también como servicios comunes de la sociedad. Además de ser instrumentos del poder público, estos servicios están destinados a asegurar la satisfacción de los derechos de uso y las necesidades de la población.
            Con el avance del neoliberalismo se ha instalado la sensación de que lo que se llama “reforma del sector público” en realidad es una mutación de la función social del Estado: precarización de los servicios y de las condiciones laborales de los servidores públicos, refuerzo de la arbitrariedad jerárquica, ataque a los colectivos que defienden el carácter público de dicho servicio como, por ejemplo, el personal de los hospitales, los profesores de la enseñanza pública, etc.

La cuestión que aquí abordamos es cómo transformar los servicios públicos para hacer de ellos instituciones de lo común destinadas a los derechos de uso común y gobernadas democráticamente. Se trata de concebir al Estado como garante último de los derechos fundamentales de los ciudadanos respecto a la satisfacción de las necesidades colectivamente consideradas esenciales y, por otra parte, que la administración de esos servicios sea confiada a órganos que incluyeran a representantes del Estado, pero también a los representantes de los trabajadores y de los usuarios al que están destinados dichos servicios. Los servicios públicos en realidad son “servicios de ciudadanía” cogobernados en cada nivel por los actores directamente concernidos por su instauración. Y para responder verdaderamente a las necesidades colectivas, como mantienen Laval y Dardot, «conviene que éstas sean expresadas, debatidas y elaboradas por vías democráticas».

El servicio público es la traducción de una necesidad objetiva que debe ser satisfecha. Ahora bien, ¿quién determina la necesidad del servicio? ¿Por qué dejar que sean los gobernantes quienes en exclusiva controlen el cuidado del servicio y evalúen la realidad de una necesidad y las modalidades de su satisfacción sin dar a los usuarios y a los agentes un poder de iniciativa, de control y de participación? Es preciso que el Estado no pierda el contacto con la población para saber cuáles son sus necesidades. Pero también para garantizar que los servicios no se desvirtúen y sean gestionados como empresas que convierten a los ciudadanos en clientes, hay que transformarlos mediante la creación de órganos democráticos que permitan a los profesionales y a los ciudadanos destinatarios de dichos servicios un derecho de intervención, de deliberación, de decisión, evidentemente dentro del respeto a las leyes generales y dentro del sentido de la misión propia de esta clase de servicios. Esta exigencia de democracia directa no debe ser ignorada porque, en efecto, abre la posibilidad de instituir servicios comunes a escala local, servicios que a su vez pueden formar parte de una red para, implicando a la población en la construcción de las políticas, devolver su sentido a la ciudadanía política y social. Y, por otra parte, esta democracia participativa podría no quedar reducida a lo “local” sino adquirir una dimensión regional y nacional.

El ejemplo de esta transformación de los servicios públicos en instituciones comunes que ponen Laval y Dardot es el de la remunicipalización de la gestión del agua en Nápoles: un servicio público local gobernado como un común. Convertido en un asunto de gobierno de los ciudadanos del municipio. El agua de Nápoles está gestionada por los representantes de los usuarios, de las asociaciones de ecologistas, de los movimientos sociales y de las organizaciones de trabajadores presentes en la empresa, junto a los expertos y representantes del ayuntamiento.

Devolver al servicio público su dimensión de común político tiene el sentido ejemplar de haber conjugado “bienes comunes” y “democracia participativa”. Todos sabemos que el deterioro de los servicios públicos no proviene sólo de la privatización de su gestión en manos de las multinacionales o fondos de inversión, sino también por el uso que ha hecho de la propiedad pública un sistema de partidos carente de control social sobre los mismos. Pues recuperar lo común y democratizar activamente el servicio nos permite evitar el clientelismo, el nepotismo y también la desviación de fondos para fines ajenos al propio servicio.

6. Los Derechos Humanos Universales por encima del imperium de las soberanías nacionales.

La Carta de las Naciones Unidas, del 26 de junio de 1945, en su artículo 76 c, establece entre sus objetivos básicos del régimen de administración fiduciaria «promover el respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión, así como el reconocimiento de la independencia de los pueblos del mundo». En consecuencia, la Carta introduce de manera novedosa el principio de la protección de los derechos humanos a nivel internacional, más allá de las obligaciones de los Estados nacionales. Dichos derechos plasman en el campo jurídico exigencias morales pero el punto débil de los mismos es que carecen de fuerza coactiva a nivel internacional y, en consecuencia, los Estados nacionales, en virtud de su soberanía, son proclives a incumplirlos cuando apelan a la razón de Estado. ¿En qué medida los derechos humanos pueden convertirse realmente en un eje del derecho a escala internacional, capaz de imponerse a los Estados y de estructurar la acción de las instituciones internacionales e intergubernamentales? ¿Cómo asegurar su cumplimiento sin cuestionar a los Estados nación? Sólo desde la codecisión de cada uno de ellos puede surgir la coobligación de mantenerlos. De lo contrario, la “universalidad” de los derechos humanos estará absolutamente condicionada a los distintos intereses nacionales. La única manera de implantar realmente estos derechos y de obligar su cumplimiento es que la resolución de adoptarlos sea de abajo hacia arriba, esto es, vía democracia participativa.

No obstante, tras la crisis financiera se ha vuelto muy evidente que la gobernanza neoliberal de los grandes oligopolios multinacionales y de los Estados, coordinada por organizaciones internacionales del tipo FMI y/o la OMC, está constituida precisamente para no cambiar nada e incluso para agravar los problemas. Al tiempo, crece la expectativa colectiva a favor de medidas globales que estén a la altura de lo que está en juego; por ejemplo, lo estamos viendo en los planteamientos sobre el cambio climático. El lema «el clima no se negocia» responde a estas exigencias. El objetivo común de que para finales de siglo la temperatura de nuestro planeta no se incremente más de dos grados respecto a los niveles preindustriales es un destino ineluctable. Es una meta que se encuadra en la denominada «justicia ambiental». En consecuencia, se está abriendo camino la idea de que es prioritario implantar un “derecho común mundial” que no nazca desde arriba sino desde abajo: que vaya de lo local a lo global.

El gran obstáculo para mundializar los derechos humanos procede de las políticas neoliberales, las cuales “organizan” el mundo de acuerdo con las reglas de la competencia, las estrategias de depredación de los recursos naturales y lógicas de guerra, y no según los principios de cooperación, solidaridad y justicia social. Como con razón afirma Alain Supiot, el dogma neoliberal se guía por el «darwinismo normativo» que busca que los sistemas jurídicos compitan entre ellos con la finalidad de seleccionar a los más aptos para proporcionar al capital las condiciones de su propio desarrollo y facilitar, de este modo, la acumulación. Actúa para abatir las barreras jurídicas y las protecciones sociales que “estorban” la obtención de los máximos beneficios (L`Esprit de Philadelphie. La justice sociale face au marché total, Le Seuil, París, 2010, pág. 64 y ss.).

En la actualidad, el mercado predomina sobre el derecho internacional y, como corolario, favorece en todas partes el dumping social. Es imprescindible pasar del “mercado del derecho” a la imposición del derecho de los comunes, cuya finalidad es garantizar la protección de los derechos humanos a nivel mundial. El orden mundial no puede estar moldeado por el interés del capital. Así pues, la tarea política consistirá en ampliar el dominio de los bienes comunes de la humanidad para vincularlos a los derechos fundamentales. Lo que se trata de garantizar no son sólo “bienes” en sentido de cosas, sino el acceso a condiciones, a servicios y a instituciones. Salud, educación, alimentación, alojamiento y trabajo son contemplados entonces como derechos fundamentales inalienables que hay que universalizar en la práctica. Por lo tanto, los derechos fundamentales y los bienes comunes se definen recíprocamente.

Como sabemos, la Declaración Universal de los Derechos Humanos en los artículos 1 al 21 inclusive recoge los derechos de “primera generación” que son los derechos a las libertades individuales y los derechos de carácter cívico. En todos estos artículos se lleva a cabo una síntesis entre los valores de la tradición liberal y la tradición democrática. Su objetivo es preservar la esfera íntima y privada de las intromisiones y manipulaciones del poder del Estado. Ahora el Estado debe estar obligado por ley en convertirse en el primer garante del respeto público a esta libertad de los individuos. Estos derechos y libertades de la primera generación fueron completados con una “segunda generación” de derechos: los derechos económicos, sociales y culturales. A diferencia de los de la primera generación, estos últimos requieren una política activa de los poderes públicos encaminada a garantizar su ejercicio, puesto que se realizan a través de las prestaciones y servicios públicos en el orden económico, social y cultural.

Mientras que los derechos civiles y políticos especifican el valor de la libertad, los derechos de la segunda generación desarrollan las exigencias de la igualdad, entendida como igualdad económica y social. Entre estos derechos se encuentran:
   - El derecho a la seguridad social (artículo 22).
  - El derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a las condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo (artículo 23, 1).
   - El derecho a un igual salario, sin discriminación alguna (artículo 23, 2).
  - El derecho a fundar sindicatos y a sindicarse para la defensa de sus intereses (artículo 23, 4).
   - El derecho al descanso y a las vacaciones pagadas (artículo 24).
  - El derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar (artículo 25).
   - El derecho a la educación (artículo 26).
   - El derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten (artículo 27).

La introducción y el reconocimiento de todos estos derechos marcan el paso del Estado liberal al Estado social de derecho. Y notemos que en el artículo 28 de la Carta se promulga la globalización de los mismos: «Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos». El objetivo de esta universalización no es otro que el de promover una especie de ciudadanía universal encaminada a la igualación universal de las oportunidades mediante una redistribución supranacional, global, de los recursos.

Ahora vemos con toda claridad que la imposición de la lógica de los mercados - que es el marco del FMI y la OMC- se dirige contra la lógica de los derechos humanos fundamentales. En conclusión, es ineludible combatir la colaboración de los Estados nacionales al dictamen de la racionalidad capitalista y, por consiguiente, tenemos que encaminarnos hacia una federación de los comunes y hacia un federalismo a escala internacional.

7. Federalismo intraestatal e interestatal de los comunes.

En su obra Del espíritu de las leyes, Montesquieu aquilata la primera definición de la república federal:

«Esta forma de gobierno es una convención, mediante la cual diversas entidades políticas se prestan a formar parte de un Estado más grande, conservando cada una su personalidad. Es una sociedad de sociedades, que puede engrandecerse con nuevos asociados, hasta constituir una potencia que baste a la seguridad de todos los que se hayan unidos» (Op. Cit., Editorial Heliasta, Buenos Aires, 1984, pág. 163).

Vemos que Montesquieu entiende a la federación como una «sociedad de sociedades», un pacto que hacen las partes en condiciones de igualdad (“pacto entre iguales”) y que se coobligan a cumplirlo en los términos que fija el convenio común. Pone el ejemplo de la república de Holanda donde una provincia no puede pactar alianzas, de ningún género, sin el consentimiento de las demás provincias. De este modo, el concepto de dominium soberano de cada una de las partes firmantes del convenio pierde fuerza política, ya no es un “absoluto” incondicionado porque la naturaleza del pacto no se lo permite. Y, por otra parte, aunque Montesquieu no lo dice explícitamente, la federación de la que habla tiene las siguientes características: a) una forma “republicana” de gobierno; b) el Estado concebido como asociación de Estados; c) la república federativa entendida como constitutiva de una sociedad de ciudadanos; d) y la posibilidad abierta a una ampliación de la república federativa con nuevos asociados.

Ahora bien, lo que nosotros proponemos federalizar no sólo es de naturaleza política - el federalismo intraestatal, es decir, entre naciones y/o regiones para formar un Estado federal, y el federalismo supranacional o interestatal-, también es de naturaleza económica: la federalización de los comunes. El federalismo debe realizar la combinación de las dos formas de democracia: la democracia política y la democracia económica y social. Este modelo de federalismo nos parece sumamente interesante porque articula proporcionalmente los dos campos: el político y el económico-social. Lo que no puede ocurrir es que a la descentralización política le corresponda la centralización económica. Si queremos superar las anomalías del Estado liberal, sea unitario o federal, tenemos que encaminarnos hacia una federalización en las dos dimensiones. En un sistema auténticamente federal, el poder no emana de arriba sino que se reparte en un plano horizontal, de tal manera que las unidades federadas limitan y controlan sus poderes respectivos. Para que no se pueda abusar del poder es preciso que, por disposición de las cosas, el poder frene al poder. Esta relación horizontal establece: 1) que los comunes sociales y económicos se constituyan con independencia de las fronteras territoriales, es decir, se constituyen como tales únicamente atendiendo a las necesidades que dan satisfacción; así, por ejemplo, un común fluvial o forestal puede atravesar fronteras administrativas de una región o de un país pero nadie puede apropiárselo: regionalizándolo o nacionalizándolo; 2) los comunes políticos, por el contrario, se constituyen de acuerdo con una lógica de integración creciente de los territorios de unos a otros.

Obviamente, aunque no he hablado de ello, toda esta propuesta de federación de los comunes es irrealizable en la práctica si no contamos con una cultura federal en su base. ¿Qué significa ello? Al menos, una primera instancia: que la verdad está repartida y sólo accedemos a ella democráticamente. Y nuestra tarea es desembarazarnos para siempre del unilateralismo y de la lógica binaria que huye de las contradicciones y de las complejidades. Como afirma Edgar Morin: «La verdad total es un error total» (Enseñar a vivir. Manifiesto para cambiar la educación, Nueva Visión, Buenos Aires, 2014, pág. 18). La aventura de la vida es navegar en las aguas de la incertidumbre y el peligro mortal de nuestras vidas es la incomprensión del otro. Supongo que éste es uno de los principios del federalismo de los comunes.

8. Del laicismo liberal al laicismo socialista.

En su breve pero profundísimo ensayo, ¿Qué es la Ilustración?, Inmanuel Kant, en respuesta a esa la interrogación, recurre al lema «Sapere aude!», “¡Atrévete a pensar!”. El mandato es un imperativo, pero no un imperativo hipotético, esto es, condicionado para otro fin, sino un imperativo categórico, es decir, absoluto o no condicionado a otra cosa. Y si es un mandato es porque Kant piensa que de hecho no todo hombre piensa por sí mismo. Es más cómodo que otros piensen por él. Quien opta a renunciar a tener un pensamiento propio adopta el tutelaje. Lo que está a mano, entonces, es la renuncia, el abandono tanto del pensamiento como de la libertad: o bien subsumimos nuestro ser en nuestra naturaleza biológica, o bien abandonamos nuestro ser a una naturaleza divina, cuya expresión más feroz es el fundamentalismo sea cristiano o musulmán.

Únicamente pensando somos capaces de diferenciar entre opinión, creencia y convicción y, por tanto, ser conscientes del alcance epistemológico de nuestros enunciados. Y sólo pensando por nosotros mismos es como averiguaremos si realmente tenemos acceso al saber, esto es, a un modo de conocimiento racional y comunicable dado que todos participamos en la misma comunidad de fundamento.

Pues bien, el laicismo se incardina en este ideal de autonomía, cuya condición necesaria, aunque no suficiente, es pensar por uno mismo y no donar, como fin último, la libertad a nada ajeno a uno mismo. Dicho en términos kantianos, hacer real que cada uno de nosotros es un fin en sí mismo. De tal forma que libre no sólo es aquel que no sirve a nadie sino, y principalmente, aquel a quien nadie le sirve.

El laicismo, en principio, nace como propuesta de erradicar de toda tutela clerical al Estado, a la sociedad y a la escuela pública. Hablamos de emanciparnos de la “tutela clerical” y no de rechazar la fe o negar la religión en cuanto tal. Este es el favor que hace el laicismo a la religión: liberarla de la sumisión clerical. La religión no pertenece al clero. Ni autonomía ni laicidad significan supresión de la fe; antes bien, lo que afirma el laicismo es que debe separarse lo que pertenece al ámbito del saber (racionalidad) y lo que forma parte de la fe (creencia). La actividad humana tiene las siguientes dimensiones: a) la estrictamente íntima; b) la privada/privada como lo es el ámbito familiar; c) la privada/pública como lo es la esfera de la radio, de la televisión, de una plaza; y d) la pública/pública como es la esfera estatal. Pues bien, a lo que se opone el laicismo bien llevado es al enquistamiento de la religión en el aparato del Estado. Separar Iglesia y Estado no significa de suyo enclaustrar la religión en el ámbito privado/privado. Es evidente que la sociedad no se ha emancipado de la tutela religiosa, pues es obvio que aún perdura el clericalismo moral que no concibe otro fundamento para la moral que la religión. La religión regula la moral y ésta a la sociedad. Paradójicamente, todo esto ocurre dentro de Estados “jurídicamente” independientes de la religión o, más exactamente, de la Iglesia. En el caso de España, a diferencia de Francia, la religión entendida como catequesis perdura en la escuela pública.

¿Qué significa esta injerencia de la religión en el Estado, en la sociedad y en la escuela pública? Significa que una “parte” pretende dominar al “todo”: los poseedores de la fe quieren apropiarse de aquello que pertenece a todos, es decir, no únicamente a los creyentes, sino también a los agnósticos y a los ateos. La religión es un conjunto de dogmas no compartidos por todos ni tampoco existe, por fortuna, el deber de compartirlos, y tanto el Estado, la sociedad y la escuela son el espacio de lo común, de lo público, esto es, sujeto a la universalidad del derecho. El problema surge cuando el derecho a la diferencia pretende mutarse en diferencia de derechos y, en consecuencia, postular la preeminencia de una parte de la sociedad -por muy mayoritaria que sea- sobre otra. El ideal de laicidad es que nadie esté por encima ni por debajo: ni la parte apropiarse del todo ni el todo aniquilar o anular a la parte. Cualesquiera de estas posturas vienen a negar la idealidad de la dignidad humana, es decir, la obligación moral de respetarnos como fines en sí mismos.

Pero, ¿se agota el laicismo en este combate contra la apropiación de la religión de esferas que de suyo no le pertenecen? Pienso que no. Esta es una forma de laicismo muy ligada al liberalismo: aquella que establece que la religión ha de recluirse al ámbito de lo privado. Es un tipo de laicismo ligado al concepto liberal de libertad: la libertad de o, como la define Isaiah Berlin, “libertad negativa”: libertad de expresión, de pensamiento, de creencia, etc. A esta libertad pertenece la libertad religiosa, esto es, librar al hombre de la imposición de una religión determinada. El laicismo, en sus comienzos, se entendió como una corriente ilustrada que trataba de llevar a cabo este sentido de libertad, es decir, de secularizar al Estado y la esfera pública.

Sin embargo, imaginemos que existiera de hecho esta escrupulosa separación entre Iglesia y Estado, que la sociedad hubiera diferenciado con nitidez religión y moral y sus reglas de convivencia se constituyeran a partir de una ética no fundada en la religión -es más, que su ética no incorpora ningún rasgo de religión secularizada- y que, por último, la escuela pública estuviera libre en sus contenidos didácticos de la esfera de la fe. Aun así, ¿el laicismo hubiera cumplido su destino? No, si bien mucho mejor andarían las cosas.

Además del laicismo liberal, hay otro laicismo que implica liberación. Decíamos que el laicismo liberal es necesario pero no suficiente. ¿Por qué? Porque sólo opera con el modelo de libertad negativa, esto es, es una libertad que no incorpora a todos los hombres en el reino de la humanidad. No se esfuerza en ello porque ha banalizado la pobreza, la exclusión, la desigualdad, esto es, ha caído en las garras de un utilitarismo dispuesto a sacrificar a una parte de la humanidad. Para el liberalismo y más aún para el neoliberalismo hay una supremacía a la que el hombre está encadenado: el Mercado. ¿Se avienen tanto el liberalismo como el neoliberalismo al proyecto ilustrado tal como lo diseñara Kant: la humanidad como un reino de fines en sí? A mi juicio, no, y el laicismo, como parte esencial de ese proyecto, no debe permanecer en silencio ante semejante atentado contra la humanidad. Para el laicismo liberal el mercado -el mercado capitalista- no es enemigo de la idea ilustrada de hombre. Para este tipo de laicismo bien puede ocurrir que la escuela pública se convierta en el “perro guardián” del poder financiero. De hecho, es lo que está ocurriendo actualmente y puede ir a más.

El sistema capitalista salvaje vuelve imposible la autonomía económica y esta modalidad de laicismo banaliza el sufrimiento ajeno y naturaliza a las víctimas del sistema a través del olvido. Estas sociedades pluralistas y “laicas” elevan cada día más el número de personas a las que le aseguran que no tendrán futuro, ni ellos ni sus hijos, que serán “carne de cañón” y habitarán en “pequeños Sowetos” sin posibilidad de salida. Toda esta aberración es perfectamente compatible con el laicismo liberal. ¿Cómo vamos entonces a cohesionar estas sociedades? ¿Cómo vamos a superar la balcanización de la sociedad que se genera por razones económicas, sociales, etc.? No pasemos por alto: el ideal ilustrado es universalizar sin excluir. He aquí la carencia del laicismo liberal.

La exigencia de autonomía plena pasa por emancipar al hombre no sólo de la religión sino principalmente del mercado. El libre mercado asegura la libertad de la mercancía y el encadenamiento del asalariado. El fundamento de la alienación religiosa, decía Marx, es la alienación económica: la explotación. Ésta es la constante del capitalismo y hasta que no superemos ese marco de dominación y acumulación de riqueza no habrá ni libertad real ni igualdad real. Forma parte del laicismo desapropiar a la religión de lo que es común y extirpar la apropiación privada de los bienes comunes. Esta forma de laicismo, que no anula al liberal sino que lo culmina, es el laicismo socialista.